lunes, 6 de abril de 2015



Turtles, Street Art en Richmond, Virginia, USA
Luis Girarte Martínez
Mira compadre, Tortuga sigue siendo un pueblo tranquilo donde todavía se matan por una mentada de madre. Muchos han querido hacer de él un pueblo culto y limpio, ejemplo vivo de los otros pueblos de la región que, como él, también se han quedado sumisos a los mandamientos clericales y rebeldes a todo lo que huela, pinte o sepa a gleba revolucionaria. Y si no lo han logrado, es porque nadie ha sido lo suficientemente hombre para cortar de tajo el sentido contradictorio de su personalidad, hasta plantar, entre sus mismas raíces, el árbol nuevo de las nuevas familias.
Como en los tiempos de la nevada o cuando llovió ceniza, cuando se levantaron como testimonio de maldades las figuras de Luis el Chunde, de Nacho la Chiscuaza, de Pablo el Jerrentín y de los Pájaros Prietos, Tortuga sigue siendo un pueblo sucio, irreverente, lengua suelta y franco. A él le da lo mismo hablar bien que gritarle, de banqueta a banqueta o de esquina a esquina, al diputado o al presidente municipal. Esto lo aprendí de mi Chirongo que decía: “Para llamarle bandido a un fulano, no hay que mandárselo decir, hay que gritárselo en la calle.”
Algunos han intentado redimirlo, dignificarlo, elevarlo al rancio nivel del neoclasicismo que va desde la celebración de verdaderas tertulias literarias, hasta el nefasto gusto de comer y beber a la usanza de los hacendados que con su despotismo hicieron germinar en las maravillosas clases humildes la gracia de la ironía, de la sátira cruel y descarnada, contra los vástagos, enclenques y viciosos que por herencia adquirieron los dones y atributos patriarcales.
Ahora, como para afirmar el principio de la decadencia, les ha dado por escribir la historia de Tortuga. Y tanto Ché Prado como Luis González y Tarsicio Amezcua enristraron sus plumas para escribir la crónica. Pero los tres cayeron en el error de irse por el camino fácil. El primero describió los extraordinarios beneficios de la vida en la época de la hacienda, disfrutados por él y por su familia. Mi abuelo La Tecata decía todo lo contrario y yo le creo a mi abuelo porque era más hombre que Ché Prado. El otro, un híbrido fuereño, advenedizo de las tierras altas, rata de notarías parroquiales, llenó, como pudo y a destajo, las páginas del libro con datos y números que nada tienen que ver con la verdadera identidad de Tortuga. Y eso porque le pagaron el trabajo. Y Tarsicio se autonombró el intérprete fiel del maravilloso anecdotario popular de Tortuga, tan mal contado como peor satirizado, que ha perdido la gracia y la naturalidad hasta dar una imagen grotesca de este tan complicado pueblo. Hasta el ilustre poeta Luis Arceo Preciado anduvo mucho tiempo involucrado en la investigación etimológica y semántica del nombre que tan absurda y arbitrariamente le pusieron a Tortuga.
Nació como por descuido o por accidente, no como nacieron otros pueblos, con su fundación oficial y el trazo de sus calles marcado con el surco de un arado de bueyes. Tortuga se fue quedando así, con su primera docena de indios rezagados, de aquellos que entusiastas y llenos de fe iban a fundar la gran Tenochtitlán, pero éstos, tal vez por el cansancio o porque perdieron el camino, se quedaron varados en la ribera virgen del Lago de Chapala que en las tardes de invierno se divierte nalgueando cariñosamente la playa dulce de Tortuga. Yo más bien creo que esto les pareció el paraíso y se quedaron. Sus casas se fueron embarrando en las faldas del cerro y soltaron al viento sus canciones, sus palabras se fueron navegando por el lago en sus pequeñas barcas pescadoras y se olvidaron del prometido Aztlán. Aquí plantaron, como la semilla de los días, el árbol de su fe y Tortuga, astuto como un hombre, se fue trepando al monte como las nubes que viajan por el cielo pero enraizadas a la tierra por sus charcos de sombras.
Y las cosas buenas, las que se salen del corazón porque no caben, las que dejamos, como tributo de la vida, al alcance de todos, siempre quedan expuestas a la rapiña de los aventureros. Y vinieron los españoles, los judíos, los negros, los mulatos, los cuarterones y se quedaron aquí, ensuciando el paisaje, manchando el paraíso, comerciando con el aire. Invadieron Tortuga con su lastre de sueños. Plantaron sus tradiciones y sus leyendas en los adustos rostros de sus barrios para trazar los nuevos perfiles de sus gentes... Leñadores del Madroño, arrieros de La Placita de la Virgen, iteros de La Ciudadela y guamileros del Pedregal.
Edificaron una iglesia y trazaron junto al plan una pequeña plaza que poblaron de árboles donde sueñan los pájaros.
Y aquel viejo pueblo de los viejos nahuas, embarrado de casas en la falda del cerro, pueblo de cantos en el viento y palabras de amor en las canoas, se volvió un pueblo triste, enfermizo y violento; ha perdido su cara, los ojos y la vida... Y es, compadre, un pueblo tan tranquilo, con su iglesia, su plaza, sus cantinas, donde todavía los hombres se matan por una mentada de madre.

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