miércoles, 11 de junio de 2014

El Mundial: llegó la hora

mar, 10 jun 2014 20:38
Pasaron siete años, siete meses y once días desde que Brasil fue elegido para realizar el Mundial de Futbol promovido por la FIFA. Con nuestra proverbial tendencia a la modestia, los brasileños no dudaron un solo segundo en anunciar que sería la “Copa de las Copas”, que obras fabulosamente indescriptibles brotarían en las doce ciudades donde se realizarán los partidos –¡doce!, y no entre seis y ocho como recomiendan los capos de la FIFA –transformando el paisaje y acercando sus habitantes al futuro tan esperado.
El mundo, una vez más, se curvaría frente a semejante fenómeno. Y eso, claro, para no mencionar que, en la cancha, dictaríamos clases magistrales a cada partido, para asombrar a miles de millones de seres humanos esparcidos por todo el Planeta.
Pasado ese tiempo, llegó la hora de la verdad. El Mundial empieza este jueves. De los doce aeropuertos que serían totalmente renovados, para matar de envidia a los pobres mortales que no tienen la gloria divina de frecuentarlos, ninguno quedó listo.
Que se tome como ejemplo el aeropuerto de Galeão, en Río, ciudad-símbolo del país. Las obras de la Terminal I empezaron en julio de 2008. Deberían quedar listas en septiembre de 2012. Los turistas que llegaron por esos días y tuvieron la mala suerte de arrivar en esa terminal se encontraron con pasillos en obras, baños cerrados y plataformas de equipaje que no funcionan.
Los de la Terminal II tuvieron un poco más de suerte. Previstas para abril del 2011, las obras terminaron hace quince días. Bueno, terminaron es una manera de decir: todavía falta mucho, pero menos que en el otro. Son esperados 950 mil turistas en Río.
De los doce estadios, que consumieron pirámides de dinero, seis no contarán con estaciones de wifi para internet de alta velocidad, lo que perjudicará no solo a la asistencia sino a parte substancial de los 18 mil periodistas que se esperan.
El estadio donde el jueves se disputará el partido inicial tenía, ayer, problemas serios en los baños, las cafeterías funcionaban apenas parcialmente, la cobertura -inclusive del sector VIP, donde estarán autoridades y los capos de la FIFA- no quedó lista. Hay dudas hasta sobre el nombre del estadio. Oficialmente, es Arena Corinthians, pues pertenece al más popular equipo de Sao Paulo. Pero la gente lo llama Itaqueirón, por situarse en el barrio de Itaquera, en la periferia pobre de la ciudad más rica de Sudamérica. Y las señales de tránsito que indican la mejor ruta para llegar lo llaman Arena Itaquera.
Costó poco más de mil millones de reales, unos 450 millones de dólares. Y no quedó listo. Para construirlo, fueron desalojadas familias que vivían en casuchas muy pobres. Los moradores del barrio ni siquiera logran imaginar los beneficios que podrían pasar a disfrutar si aquellos millones hubiesen sido aplicados, por ejemplo, en alumbrado público, redes sanitarias, drenaje o asfalto.
Hasta principios de abril, poco más de la mitad del total previsto de inversiones había sido efectivamente gasto. Las obras de movilidad pública -léase: vías rápidas para transporte colectivo, destinadas a deshacer los nudos del tránsito caótico que obliga a un trabajador brasileño gastar en promedio tres horas para llegar a su trabajo- quedaron por la mitad.
Y eso, con suerte: en Cuiabá, por ejemplo, capital de Mato Grosso, la ciudad quedó patas arriba y nadie sabe cuándo el escenario de guerra dará espacio para la maravilla prometida.
El estadio más emblemático del país, y uno de los más simbólicos del mundo, el Maracaná, costó casi mil 300 millones de reales, unos 650 millones de dólares. El doble de lo previsto. Y eso, para disminuir de tamaño. Nada que se compare, sin embargo, al estadio de Brasilia, bautizado como ‘Mané Garrincha’, en dudoso homenaje a uno de los mayores genios jamás vistos en las canchas de aquí y de cualquier parte del orbe.
Costó mil 600 millones de reales, unos 780 millones de dólares. El Tribunal de Cuentas de Brasilia ya detectó sobreprecio de al menos 200 millones de dólares. No es un fenómeno aislado, excepto quizá por el volumen: en todas las obras, de estadios o de lo que sea, gruesas cantidades de dinero fueran desviadas.
Mucho se prometió, poco se cumplió. No es tan difícil entender, por lo tanto, la frustración y la irritación de la mayor parte de los brasileños. El país soñó, por años y años, con abrigar un Mundial.
Al fin y al cabo, en esta tierra el fútbol es una religión con seguidores fanáticos, y hasta los no creyentes se dejan conmocionar a cada cuatro años. Lo que se preguntan los brasileños, entre uno y otro brote de irritación, es ¿por qué nada funcionó? ¿Por qué se prometió tanto y se entrega tan poco?
Dilma Rousseff, la presidenta, es futbolera. Sigue los partidos, y en conversaciones privadas muestra que entiende bastante del tema. Lula da Silva, más que futbolero, es un fanático radical. Sin embargo, en sus poco más de tres últimos años de presidencia (entre noviembre de 2007, cuando logró traer el Mundial para Brasil, y diciembre de 2010, cuando encerró su segundo mandato), Lula pudo constatar la extrema lentitud con que se empezaba a cumplir todo lo que él mismo prometió a los halcones de la FIFA.
Dilma tuvo otros tres años y medio, y bueno, las cosas están como están. Los dos dicen lo mismo: habrá un legado importante de obras y beneficios para los brasileños, cuando termine el Mundial. Todo indica que sea verdad. Lo que ocurre es que el Mundial tiene fecha para terminar, y las obras, no.
Este martes, en las grandes ciudades brasileñas, empezaron a surgir los primeros indicios de entusiasmo por el Mundial que empieza el 12 de junio. En los Mundiales pasados, a estas alturas – víspera del gran día – el clima era de eufórica expectativa.
Aun así, en Río algunos cariocas se prepararon arduamente para la fiesta. En la Villa Mimosa, la gran zona de prostitución de la ciudad (las muchachas dicen, orgullosas, que es la mayor zona de prostitución al aire libre del mundo: la clásica modestia brasileña…), las profesionales del amor están puestas desde que empezaron a llegar los primeros turistas.
Ya avisaron que, para los extranjeros, habrá un precio diferenciado: 40 dólares, el doble de la tarifa habitual. Pero admiten que todo es negociable.
Ya en las favelas ocupadas por fuerzas policiales -irónicamente llamadas de comunidades pacificadas- varios moradores hacen su prosperidad: frente al precio extravagante de los hoteles, alquilan dormitorios a los visitantes. Si un piso de dos dormitorios en Ipanema es alquilado por una tarifa mínima de 300 dólares la noche, en la favela vecina se duerme, con desayuno incluido, por 75. Y hay un bono gratis: los extranjeros viven, además de las emociones del Mundial, la pintoresca experiencia de haber pasado algunas noches en una favela.
Bueno, algo es algo. Pero no era exactamente lo que esperaban los brasileños cuando, en aquel lejano 30 de octubre de 2007, recibieron la noticia de que finalmente la Patria Máxima del Futbol realizaría un Mundial.
  

OPINIÓN

GAS SHALE: ¿ES UN PROBLEMA DE AMBICIÓN?

miércoles, 11 de junio del 2014
    La ecuación es sencilla: de un lado se ubican las ganancias económicas generadas por el hecho de que el mundo tiene “necesidad” de energía para funcionar; del otro se encuentra la preocupación por la supervivencia de nuestra especie, misma que depende de la preservación del medio ambiente.
    Las decisiones que, en torno a la disyuntiva planteada, deben tomarse son también simples y se resumen en una pregunta más o menos sencilla: ¿nos importa lo que ocurra con el planeta en el cual vivimos?
    La pregunta anterior parece fácil de responder pero realmente se trata de un cuestionamiento de difícil respuesta. Lo que digamos tiene implicaciones importantes no solamente en términos de nuestras expectativas personales, sino también en el terreno del proyecto de las generaciones futuras.
    Tampoco se trata, es importante decirlo, de una pregunta nueva. Las preocupaciones medioambientales son más o menos antiguas y se remontan al surgimiento de un fenómeno que en los libros de historia ha sido bautizado como “Revolución Industrial”.
    El problema en nuestros días es que la Revolución Industrial constituye una auténtica amenaza para nuestra supervivencia y la “modernidad” puede no ser un signo de progreso sino de algo muy distinto: la decadencia.
    Tal es la disyuntiva que surge ante la posibilidad de extracción del gas shale, un hidrocarburo que promete mantener el “ritmo” de nuestro actual estilo de vida y por ello se ha convertido en la más reciente apuesta de quienes persiguen el éxito en el mundo de los negocios.
    En consonancia con tal expectativa, quienes poseen predios en la zona donde se considera factible la explotación de tal hidrocarburo hacen desde ya cuentas alegres y proceden a considerar en sus haberes las ganancias que la explotación del citado carburante podría redituarles.
    ¿Tendría que importarles a los potenciales magnates del gas shale las repercusiones que en términos medioambientales podría tener la explotación de los yacimientos locales del referido gas?
    En términos estrictamente económicos probablemente no. En términos de supervivencia, sin duda alguna.
    No se trata, por supuesto, de oponerse al progreso económico ni a la expansión de la actividad industrial. Se trata de no perder de vista lo fundamental y en eso sin duda que juega un papel fundamental la protección del medio ambiente del cual dependemos.
    La libre empresa no es en sí misma un problema. La ambición desmedida sin duda sí lo es y de ello tenemos múltiples ejemplos a lo largo de la historia de la humanidad.
    Lo importante no es determinar si algunas -o muchas- personas podrán hacer fortuna con el gas shale. Lo importante es si alguien podrá disfrutar de los beneficios de tal fortuna. De la diferencia entre ambas apuestas depende, en buena medida, la supervivencia colectiva.
    México SA
    Los activistas son ojetes
    Grupo México vs ONG
    Larrea y su ética social
    Carlos Fernández-Vega
    Foto
    Protesta de integrantes del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana contra Germán Larrea Mota, de Grupo México, el 16 de abril de 2008Foto Roberto García Ortiz
    C
    omo de tiempo atrás se ha documentado en este espacio, la negociación, el diálogo y el acercamiento para resolver conflictos son artes que ni de lejos registran los barones de la minería, entre los que destaca Germán Larrea, rey del cobre y dueño del Grupo México, quien, para efectos sociales, supera al caballo de Atila (donde pisa, arrasa) y, de hecho, al dueño mismo del jamelgo.
    Impúdico e impune (quien dude, ahí está Pasta de Conchos), este empresario Forbes (con una fortuna de 15 mil millones de dólares, producto, en mayor medida, del usufructo de los bienes de la nación) cuenta entre sus haberes con un ejército interno de aduladores, cuyos integrantes (muchos de ellos ex funcionarios gubernamentales) se esfuerzan a más no poder por quedar bien con el jefe y divulgar puntualmente su ética.
    Un ejemplo de ello se registró recientemente en la capital zacatecana, durante los trabajos de la Reunión Internacional de Minería y como parte del panel (¡¡¡!!!) Mentes brillantes… tiempos complejos, en el que Daniel Chávez Carreón, director general de operaciones de Minera México (subsidiaria del consorcio de Larrea a cargo de Pasta de Conchos) e integrante del consejo directivo de la Cámara Minera de México, calificó deojetes a las organizaciones no gubernamentales (ONG) que luchan contra la minería depredadora –como Grupo México comprenderá–, y acusó a los integrantes de tales agrupaciones de la sociedad civil de ser gente que en su mayoría no entiende el negocio.
    La Jornada Zacatecas registró puntualmente lo dicho por el súbdito de Larrea y en sus páginas publicó la siguiente nota (que se reproduce con autorización de los directivos del rotativo), bajo la firma de Raquel Ollaquindia: “En el segundo día de actividades de la Reunión Internacional de Minería, el director general de operaciones de Minera México, Daniel Chávez Carreón, calificó de ‘ojetes’ a las organizaciones no gubernamentales (ONG) que luchan contra la actividad minera.
    “Haciendo un juego de palabras, el empresario aseguró que ‘en México estamos llenos de ONG’, las cuales, en vez de recibir este nombre, podrían llamarse OGT’s (Ojetes), que son enemigos acérrimos de la minería y que es gente que en su mayoría no entiende el negocio minero’. Al panel Mentes brillantes… tiempos complejos asistieron también el vicepresidente de First Majestic (trasnacional canadiense), Salvador García Ledesma, y el subdirector de operaciones de Fresnillo PLC, Sergio Flores (de Alberto Bailleres).
    “Estos ponentes participaron junto con Chávez Carreón, quien representó a Minera México. Cabe mencionar que esta empresa pertenece a Grupo México y en Zacatecas fue la propietaria de la Mina San Martín, de Sombrerete, que está en huelga desde 2007, aunque en 2008 la empresa declaró el cierre formal de esta unidad.
    “Además, Minera México es conocida también por ser la compañía que estuvo encargada de Pasta de Conchos, en Coahuila, donde el 19 de febrero de 2006 se produjo el accidente en que perdieron la vida 65 mineros y de quienes a la fecha aún no se han rescatado 63 cuerpos.
    “Tras el comentario sobre las ONG, Chávez Carreón aseguró que ‘más allá de la broma’, los empresarios mineros merecen unas autoridades ‘más conscientes, con mayor capacidad de entendimiento de lo que es el negocio’, el cual es la base de la actividad productiva del país.
    “Al respecto agregó que, por ejemplo, los nuevos impuestos son una ‘demostración de esa ceguera, de esa torpeza’ que ha derivado en que el gobierno se enfoque en la minería para ‘exprimirla y sacarle todo lo posible. Como si fuéramos culpables de hacer las cosas bien, de ganar dinero de una manera honesta y ética’.
    “Reiteró que hay que hablar bien de esta actividad ‘para que estos enemigos gratuitos se vayan convirtiendo, es como la lucha de los cristianos’.
    “En este sentido sostuvo que hay que transmitir a los ciudadanos las ‘bondades de nuestro negocio’ para que dejen de ver la minería como una actividad ‘depredadora, (…) para que nos dejen de ver como los que se benefician de una manera ilimitada de los bienes que son producto de la nación’.
    “Estas declaraciones las realizó a raíz del cuestionamiento del moderador del panel, Cristopher Ávila Mier, subsecretario de Minería y Parques Industriales de la Secretaría de Economía estatal, sobre la relación que tienen las compañías mineras con las comunidades cercanas a las explotaciones, a fin de abordar temas como el del desarrollo local.
    “En ese mismo rubro, el subdirector de operaciones de Fresnillo PLC, Sergio Flores, expuso que es necesario involucrar a los habitantes de estas localidades desde el inicio de las actividades de la empresa, a fin de que, así como se va a ir desarrollando la mina, se desarrolle también la comunidad.
    “De igual forma, el vicepresidente de First Majestic, Salvador García Ledesma, añadió que ‘la minería moderna no puede funcionar si no se tiene la licencia social’, y precisó que ‘desgraciadamente’ no basta con obtener esta licencia una sola vez, sino que hay que mantenerla durante todos los años en los que opere la mina. El empresario expuso que el compromiso como mineras debe ser garantizar que, una vez que la compañía termine su actividad en un lugar, ‘la comunidad pueda seguir sustentablemente con su vida’.
    “Al ser cuestionados sobre el hecho, ya expuesto en reiteradas ocasiones por académicos y especialista en esta actividad, de que precisamente los municipios mineros de Zacatecas son los que registran menores índices de desarrollo, el vicepresidente de First Majestic concluyó que ‘los mineros nos sentimos satisfechos con la contribución que se ha hecho a la situación económica del estado’.
    “Por su parte,Sergio Flores, de Fresnillo PLC, añadió que ‘el crecimiento de Zacatecas y de la pobreza (…) no se debe a la minería’, pues esta actividad ‘sólo’ representa 38 por ciento del producto interno bruto (PIB) de la entidad. No obstante, puntualizó que la minería ha tenido una gran contribución al crecimiento del estado en los últimos 20 años.
    “Chávez Carreón, de Grupo México, también aseveró que en este desarrollo la minería ha jugado un papel importante puesto que ‘posiblemente’ Zacatecas esté entre los dos estados en el país que han captado mayor número de inversiones en materia minero a lo largo de los últimos 10 años.”
    Las rebanadas del pastel
    He ahí un botón de muestra sobre la calidad moral de Germán Larrea y sus esforzados escuderos, y de los verdaderos “OGT’s” que, en connivencia con los modernizadoresgubernamentales, se apropiaron de la riqueza minera nacional.
    Twitter: @cafevega

    domingo, 1 de junio de 2014

    Juan Manuel Roca
    Karoline Günderode, Walter Benjamin, Georg Trakl, Heinrich von Kleist,
    Gottfried Benn y Alfred Döblin
    Oksar Matzerath (el actor David Bennent), personaje de El tambor de hojalata,
    película basada en la novela homónima de Günter Grass dirigida por Volker Schlondorff en 1979

    “Hermoso como para matarse”, fue la expresión del poeta romántico Heinrich von Kleist cuando escuchó a Henriette Vogel cantar.
    Con ella habría de suicidarse tiempo después a orillas de un lago en el camino de Postdam, no sin antes negarse a cenar y tras dejar una escueta nota en la pieza del hotel en el que se alojaban. “Cenaremos mejor esta noche”, escribió en la esquela, como si la muerte fuera un banquete de bodas, como si la muerte fuera un secreto de suave misterio compartido.
    Esta rara e inquietante expresión, “hermoso como para matarse” tiene sin duda un sesgo profundamente germánico, el sentimiento de lo trágico, la honda pasión alemana que exalta la vida hasta la muerte en casi toda su literatura y en casi toda su lírica.
    Marcel Brion, el agudo germanista de La Alemania romántica, habría de reincidir no pocas veces en ese aspecto cuando recuerda las palabras del poeta August von Platen, un aserto que parece dar continuidad a la expresión de Kleist tras escuchar el canto de Henriette Vogel: “Quien haya contemplado con sus ojos la belleza está ya consagrado a la muerte.”
    Por momentos, la de Kleist y la de otros creadores alemanes parece la misma estirpe de los empecinados alquimistas que buscaban el hallazgo de la moneda de una sola cara. La cara oculta del trasmundo y de lo escondido, cierta vocación ocultista que aparece en las obras de Hoffmann o de Novalis, quien reafirma sus pesquisas cuando dice que “todo lo visible descansa sobre un fondo invisible; lo que se oye, sobre un fondo que no puede oírse, lo tangible sobre un fondo impalpable”.
    Kleist, tras acometer sin tregua cientos de peregrinajes por todos los rincones de Alemania, un poco al garete, como judío errante albergado en sí mismo, al igual que en su desazón frente a la vida social o en sus equívocos encuentros amorosos, daba la impresión de alguien que sentía el paso de la vida y del tiempo mientras miraba con impaciencia su necrómetro.
    Stefan Zweig, el escritor austríaco que escribiera tan agudas semblanzas de escritores alemanes, fue otro escritor marcado con tizne por la tragedia. Hubo de padecer la primera gran guerra europea de 1914, una guerra que sólo terminó para que Alemania entrara, con Adolfo Hitler a la cabeza de un ejército exultante de necio patriotismo, a una nueva y feroz confrontación. Luego vendría la persecución nazi, el miedo, el exilio antes de su suicidio en Brasil.
    Zweig escribió en La lucha contra el demonio algo muy certero sobre el derrotero de Kleist que parece ser también el camino, el rechazo y la atracción del propio escritor austríaco y de tantos otros escritores alemanes: “Sabe perfectamente a dónde lo empuja esa fuerza desconocida, al abismo, pero lo que ya no sabe es si verdaderamente huye de ese abismo o si marcha a su encuentro.”
    Páginas después, en el mismo estudio sobre la vida del autor de Pentesilea, agregaría que Kleist “es el gran poeta trágico de Alemania, no por su propia voluntad, sino porque forzosamente su naturaleza fue trágica, y su existencia, una tragedia”.
    ¿No podría decirse lo mismo de Hölderlin? ¿De Trakl? ¿De Paul Celan? Y entre los narradores, ¿no podía decirse lo mismo de Alfred Döblin, escritor expresionista y socialista del grupo Espartaco que acompañó a Rosa Luxemburgo? Tras huir de la Alemania nazi y recorrer como refugios de paso a Suiza, Francia y algunos lugares de América, retorna tras la caída del nazismo a morir, solitario y sin esperanza, en un hospital del sur de su país.
    Quizá la mayor parte de los rasgos de tragedia que recorren la literatura alemana provengan de una fisura entre el individuo creador, el que no tiene señorío en un mundo hueco y calcáreo, y los pases magnéticos de la uniformidad social, de la resignación y la construcción colectiva de ese edificio sin bases que es la satisfacción.
    Karl August Horst, estudioso de los caracteres y tendencias de la literatura alemana del siglo XX, señala que Thomas Mann sentía como una suerte de litigio el que raramente hubiera “correspondencia entre el genio y la sociedad”.
    Esa escisión es de entrada un aspecto trágico que si bien asedia a todas las culturas y sociedades, tiene un acervo en Alemania que puede ir de Goethe o de Strindberg o de Georg Trakl a Gottfried Benn. Este último, que alguna vez fue atraído por el nazismo, no dejó de recalar en su “preocupación angustiada por el destino trágico del hombre”.
    Hay tragedia en Nelly Sachs, alguien que llevaría al plano de sus poemas rasgos de la trágica tradición de la Biblia y, por supuesto, del Holocausto del pueblo judío: “Estamos tan lastimados/ que creemos morir/ si la calle nos arroja una palabra maligna./ La calle no lo sabe,/ pero ella no soporta tal carga;/ no está habituada a ver que se descerraje sobre ella/ un Vesubio de dolores.” (“Estamos tan lastimados”).
    Hay tragedia en la obra de una solitaria del movimiento expresionista, Else Lasker-Schüller, en sus poemas escritos durante su exilio, poemas untados de una feroz melancolía y de una visión desgarrada del mundo: “En casa tengo un piano azul,/ y no conozco, sin embargo, una sola nota.”
    El oscuro sentido
    La discrepancia de los grandes creadores con su época, se dirá, no es propiedad de las letras alemanas, pero pocos como Nietzsche y el propio Mann han señalado con mayor agudeza la soledad del hombre libre y su deseo de crearse una moral particular, pudiera decirse que privativa de su genio, propia e irrevocable.
    Podría hablarse de una suerte de pleitomanía de las letras alemanas en cuanto a la aceptación de su realidad social, no obstante que como nación se viera pastoreada por los pases hipnóticos de un mefítico caudillo.
    Es trágico el suicidio de Karoline Günderode y trágica su poesía en donde “puede doler la dicha”, o el exilio de Hermann Hesse durante la primera guerra mundial; es prematura la amargura de Döblin, como es amarga la huida de Walter Benjamin de la Alemania nazi hacia el suicidio, o la mirada penetrante de Bertolt Brecht en torno a la miseria humana y la duda de cantar al árbol en tiempos sombríos, como recordándonos que en él, además del fruto, puede pendular el ahorcado. Es de la misma materia su “Epitafio”: “Escapé de los tigres,/ a las chinches alimenté,/ pero fui devorado/ por las mediocridades.”
    Trágicos, amargos, son los versos de Paul Celan. Y trágica su muerte. Tras beber la “negra leche del amanecer” y padecer el sentimiento de que “la muerte es un maestro de Alemania” que “silba a sus judíos” y los “hace cavar una fosa”, termina por arrojarse a las aguas del Sena.
    Trágicas son las palabras de Rilke: “El que ahora no tiene casa, no la construirá jamás,/ el que ahora está solo, lo seguirá estando largamente,/ y velará y leerá y escribirá extensas cartas,/ cuando las hojas sean arrastradas por el viento.”
    Miedo y locura, sentimiento de “caída” y exasperación, conforman la vida de Georg Trakl. Su atormentado devenir que lo espera desde los resquicios del sueño y la droga, su inclinación incestuosa hacia su hermana Gretl (“hermana del tempestuoso desconsuelo”), la melodía interior que se le impone como un oscuro llamado, su creencia de pertenecer a una “raza maldita” y a la caída de Occidente, el ritmo de un espanto creciente frente al mundo, el abandono paulatino de la razón que hará metástasis tras la batalla de Grodek, son  signos de honda e inevitable tragedia, de inevitable fatalismo crepuscular.
    Al estar obligado en su condición de enfermero del ejército, él, que podría haber sido el camillero de sí mismo, sin valor para mirar heridas sin ser herido por ellas; al estar impelido a asistir a un centenar de soldados moribundos, sufre un acceso de locura y con ello un primer intento de suicidio que poco tiempo después cumplirá en un hospital de Cracovia tras una sobredosis de cocaína.
    Ni siquiera tras esa batalla que terminó siendo una batalla contra su vulnerada sensibilidad, lo abandona la lucidez lacerada que es la materia de sus versos: “La noche abraza/ a guerreros moribundos, la queja feroz/ de sus bocas destrozadas.”
    Esas señales de su doloroso poema conforman el cuadro clínico de su pérdida de la razón. “Todas las calles confluyen en negra podredumbre”, dijo en uno de sus más estremecedores poemas.
    Y otra vez Rilke, que contradiciendo a los viajeros que llegaban exultantes a París, diría:“¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere.”
    El sentido de lo oscuro, de los espacios vejados, de una geopatía de paisajes lacerados, es una fuente muy germana para la creación literaria y la pintura. No es que sea la única, pero sí posiblemente la más constante en sus letras. Ya lo decía María Luise Kashnitz, señalando el ámbito trágico de la historia alemana enmarcada en la europea: “Este continente arruinado,/ patria de la intranquilidad, del odio entre hermanos,/ de la revuelta, del pecado.”
    Lo mismo ocurrirá con la poesía de Nelly Sachs. ¿No la suya es tragedia en el sentido griego del canto heroico? Es una lírica que canta con dolor el padecer del  pueblo judío a la llegada de Hitler: “los colores sin patria del cielo cuando anochece”.
    No es que la literatura alemana sea una coral cantando la misma tonada. Es que hay, más allá de espurios nacionalismos, esos rasgos trágicos muy germanos en su poesía y en su literatura. Repito: no es que la tragedia sea privativamente un tema de las letras alemanas, pues es un asunto secular en toda la literatura. Pero creo advertir que uno de los más poderosos de esos rasgos es el sentido de lo trágico, de la inminencia del dolor y la caída. “El que ríe no ha recibido la terrible noticia”, afirmaba Bertolt Brecht.
    Desde Goethe y Hölderlin. Con Hofmann y Georg Büchner, el impaciente que retomaba de la Revolución francesa la frase libertaria de “¡Paz a las chozas! ¡Guerra a los palacios!” Desde sus raíces medievales y aun sin tomar a Kafka como alemán, desde Lichtenberg hasta Walter Benjamin, con Karl Krauss y Gotttfied Benn, con Heinrich Böll o más recientemente con Hans Magnus Enzensberger (basta leer su dramático poema de largo aliento “El hundimiento del Titanic”), las letras alemanas no  escamotean la tragedia y la miseria humanas, con humor y con ironía no pocas veces, como aparece en los retablos esperpénticos deEl tambor de hojalata, quizá la obra cimera de Günter Grass.
    La tragedia, sí, vive a cualquier hora y en cualquier lugar del mundo preguntando por el domicilio del hombre. A lo largo de su magnífica y miserable historia ha sido un tema fundamental para el arte.
    En todo ese encabalgamiento de angustias y frustraciones, de señales escritas desde el laberinto, se asiste a la persistencia del sueño y de las utopías, aunque, de nuevo, estas resulten una y más veces trocadas en pesadilla.
    Pudiera colegirse que en algún amplio capítulo de una historia universal de la tragedia, los escritores alemanes llenarían un amplio espacio de la tormentosa escena. Ellos fueron, al mismo tiempo que corresponsales del sueño, severos e incansables estafetas que anunciaban el correo de la muerte, algo que la humanidad asocia con el espíritu trágico. Pero también, en muchos casos, fueron quienes más buscaron en los siglos XIX y XX un espacio liberatorio en el sueño de ver al hombre libre de servidumbres.
    “Si un día –decía Heinrich Heine– la libertad tuviera que desaparecer de la superficie del mundo, un soñador alemán la reencontraría en el fondo de sus sueños.”
    A lo mejor es esa búsqueda la que nos recuerda que en casi todos los ámbitos la libertad permanece amortajada.
    A la vista de todos:
    negación y complicidad
    Ricardo Bada
    El 20 de noviembre de 1945, a poco más de seis meses desde el 8 de mayo, fecha de la capitulación incondicional de la Wehrmacht, comenzaron en Nuremberg los procesos contra los principales responsables del Holocausto y los demás crímenes nazis.
    Hace poco tuve la curiosidad de volver a ver el DVD de la película cuyo título original era cien por ciento neutral, El juicio de Nuremberg, pero en España se conoció con otro que significaba una toma de posición: Vencedores o vencidos. En 1961, la censura franquista consideraba todavía que aquello no fue un proceso, que fue una venganza, la justicia del vencedor. Y me abismé de nuevo en ese filme de Stanley Kramer donde deslumbran luminarias como Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmark, Judy Garland, Marlene Dietrich, Maximilian Schell (que recibiría el primer Oscar otorgado a un actor alemán tras de la guerra) y Montgomery Clift, quien también hubiera debido recibirlo por su interpretación, por más que su aparición en pantalla se reduce a unos escasísimos siete minutos, pero posiblemente sean los siete minutos más desgarradores de la historia del cine.
    Y luego de revisar la película, luego de volverme a conmover con tal escena, y con la de Judy Garland (a pesar de que Monty, que presenció su filmación, le dijo a Kramer que Judy lo había hecho todo “al revés”), y con tantas otras de ese filme inolvidable para quienes aún creemos que puede hacerse justicia contra la infamia... Me puse a hojear de nuevo los dos libros que son los verdaderos protagonistas de este artículo.
    Hay libros buenos y malos, y los hay que no importa si son buenos o malos, sino que sean sencillamente necesarios. La cabaña del Tío Tom puede ser un cabal ejemplo de libro malo pero necesario. Por suerte, el primero de los dos que voy a comentar, además de muy necesario, es un libro excelente. Se titula Vor aller Augen, es decir, A la vista de todos, y contiene una documentación fotográfica implacable, inapelable, y que para sus protagonistas, además, debiera –debería– ser insoportable.
    Este libro alemán aparecido a fines de 2001 en la editorial Klartext, en la ciudad de Essen, en plena cuenca minera del Ruhr, el antaño corazón industrial del país, es un mentís rotundo y testimonial en contra del “yo no sabía”, del “nunca vimos nada” y del “aquí no teníamos idea de eso”. Contra esas manos limpias de Poncio Pilatos lavándose en la jofaina, que fueron las manos alemanas inmediatamente después del fin de la segunda guerra mundial.
    ¿Cómo es posible, nos hemos preguntado muchas veces, que el pueblo alemán no estuviese enterado, desde 1933 a 1945, de lo que fue la maquinaria criminal del régimen nazi? ¿Cómo es posible que la gente sencilla, el hombre de la calle, no tuviese idea de lo que era la sádica persecución de los judíos, de los gitanos, de los homosexuales, de los trabajadores extranjeros y esclavizados, y por si todo eso fuese poco, de los alemanes que se compadecían de ellos? ¿Estaban todos ciegos, no salían nunca a la calle?
    Este libro, gracias a los dioses del Walhalla un libro alemán, demostró inequívocamente que esa gente sencilla sí sabía. Sus dos autores, Klaus Hesse y Philipp Springer, llevaron a cabo una paciente, insobornable labor de búsqueda de testimonios fotográficos de la persecución y el castigo nazis a quienes el régimen consideraba enemigos. Persecución que se efectuaba a la luz del día en cada ciudad, en cada pueblo, con asistencia documentada de sus habitantes. Castigos que se ejecutaban en público, en la plaza principal de cada ciudad, de cada pueblo, y con asistencia documentada de sus habitantes. Persecución y castigos a la vista de todos, como justamente se titula el libro.
    Bastaría su portada para sentir vergüenza hasta en el último rincón del tuétano del alma.
    Son tres fotos fechadas el 7 de febrero de 1941. En la de arriba se ve a una ciudadana alemana llamada Martha, de treinta y un años, sentada en una silla, maniatada, y del cuello le cuelga un gran cartel donde puede leerse, todavía en caracteres góticos, lo que subraya el sabor medieval de la escena: “Ich bin aus der Volksgemeinschaft ausgestoßen” (He sido expulsada de la comunidad). En la segunda foto, la de en medio, pueden verse esa misma silla y su ocupante arriba de una tarima y en el centro de un círculo de ciudadanos curiosos, en una plaza del lugar donde se la expone a la picota pública. Y en la tercera foto, abajo, un personaje que parece salido de las más tenebrosas imágenes del cine expresionista alemán –incluido el inevitable sombrero– le corta el pelo a esa mujer llamada Martha hasta dejarla completamente rapada, es decir, definitivamente marcada frente al resto de su pueblo, de sus conciudadanos. Tanto o más que si llevase marcada a fuego la a mayúscula de adulterio con que los puritanos de Nueva Inglaterra estigmatizaban a sus pecadoras. Nunca, dicho sea de paso, a sus pecadores. ¿Y cuál había sido el delito de Martha, ese invierno del año 1941? Nada menos que haber tenido relaciones íntimas con un polaco.
    Unas 335 fotos integran el apabullante testimonio de este libro. Fueron hechas por particulares, por gente sencilla, por el hombre de la calle, y en casi todas ellas están presentes los ciudadanos del lugar, gente tan sencilla como el fotógrafo de turno –o como usted y como yo–, asistiendo estólidos o sonrientes, indiferentes o participativos (en algún caso cooperativos), a la escritura en vivo de un nuevo capítulo de la historia universal de la infamia.
    Repasando a fondo las páginas de este libro revulsivo y necesario, acudió a mi recuerdo aquella frase cínica y ponciopilatesca de algunos argentinos al enterarse de que una persona de su entorno había sido “desaparecida” por la dictadura. Se limitaban a comentar: “Por algo será.” Una década más tarde, cuando era absolutamente claro hasta qué abismos de degradación moral se había asomado, e incluso desplomado, la vesania de los Videlas, Masseras y Astizes, cierto día apareció ungraffiti en una pared de Buenos Aires, en el que elocuentemente podía leerse: “Vos sobreviviste: por algo será.”
    Sí, por algo será. Siempre debe ser por algo, que no sé lo que es, pero sí sé que me provoca pánico, que los ciudadanos de a pie, la gente sencilla, como usted y como yo, nos quedamos tan tranquilos mientras a nuestro lado siguen escupiéndole y dándole patadas al honor del ser humano. Ese mamífero dizque superior... a condición de que sea ario. Y a ser posible, rubio.
    Con lo cual llegamos al segundo libro que quiero comentar aquí, otro de la misma editorial Klartext (literalmente, “texto claro”; metafóricamente, “más claro, el agua”), una editorial que sigue haciendo honor a su nombre de pila. Y este segundo libro se titula Adolf Hitler en el “Rhin alemán”: la elite nazi vista por un fotógrafo amateur, y en él se recogen 141 fotos hechas por un aficionado, Teo Stötzel, que era amigo personal de Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler.
    Con la llegada al poder, en 1933, los nazis descubrieron la buena vida. Y no se privaron de ella. Uno de los meridianos de la buena vida pasaba por Bad Godesberg, al sur de Bonn y frente a las Siete Colinas y la Roca del Dragón, todo un entorno muy nibelungo, dicho sea de paso. En Bad Godesberg, a la orilla del Rhin, el hotel Dreesen era una de las direcciones preferidas por la high societyalemana, y al menos desde 1933 a 1936, los más altos jerarcas del partido y el Estado hicieron visitas regulares a tan distinguido albergue. Hitler, entre ellos.
    Hitler siempre viajaba con su fotógrafo áulico, Heinrich Hoffmann, quien era la única persona autorizada para retratarlo de una manera oficial. Pero Teo Stötzel, prevaliéndose de su amistad con el delfín del régimen, y del hecho de vivir en Rüngsdorf, el barrio de Bad Godesberg donde sigue estando el Dreesen, siempre aparecía por allá con su cámara y, que se sepa, nunca hubo nada en contra de que fotografiase: se sospecha que además por ser amigo de Rudolf Hess, también porque el alcalde de BG y el director del hotel estaban interesados en retratarse con la haute volée. Estas fotos permanecieron lógicamente inéditas por los días en que fueron hechas, y hasta mucho después, ya muerto el matrimonio Stötzel. Por último, su hijo regaló los cuatrocientos negativos a un periodista, y a partir de ese momento estaba programado que algún día fueran publicadas. Es el libro del año 2003 que tengo en las manos.
    Se trata de un documento gráfico interesantísimo, porque los jerarcas aparecen aquí despojados de ese hieratismo patético-ridículo que es una característica de la gestualidad nazi. La cámara los sorprende en sus momentos de expansión humana, en un ambiente distendido, entre amigos... que todavía eran entre sí, ya vendrían más tarde los sangrientos ajustes de cuentas.
    Reseñaré sólo tres fotos de las 141. En la primera se ve al matrimonio Terboven sentado con Goebbels alrededor de una mesa baja, como si fuera del bar del hotel. Terboven llegaría a ser en 1940 comisario del Reich en Noruega, y se suicidó al capitular Alemania en 1945. Aquí lo vemos a la izquierda de la foto, y a su joven, bella, rubia y aria esposa a la derecha, y Goebbels está en medio. Lo espectacular de la foto es la mirada engolosinada de Goebbels, fija de un modo casi ensoñador en el escote de Frau Terboven.
    La segunda foto que deseo describir es la de Hitler en la cubierta de un barco de recreo de los que recorren el Rhin, y saludando brazo doblado en alto, como era su costumbre (que parece siempre un jugador de baloncesto a punto de lanzar el balón hacia la canasta). ¿Y a quién está saludando? Pues a los pasajeros de otro de esos barcos de recreo, en este caso uno neerlandés que se llama Juliana, princesa de los Países Bajos, y lo curioso del caso es que esos pasajeros, la mayoría, también lo saludan brazo en alto y algunos hasta en posición de firmes. Ay, estos neerlandeses de vacaciones, de qué cosas no serán capaces...
    Y la tercera... ah, es otra joya. Es la foto de una foto, hecha también durante ese mismo crucero por el Rhin. En la esquina inferior izquierda, recostado en la borda, está Goebbels. En primer término, también abajo, a la derecha, de espaldas, Hoffmann en el momento de retratar a Hitler, quien ocupa el centro de la mitad inferior del cuadro, de uniforme y con gorra de plato, con el mentón carismáticamente alzado en dirección a la orilla derecha del Rhin y con las manos cruzadas delante de la entrepierna como los jugadores de la barrera en el lanzamiento de un tiro libre. El resto del fotograma lo llenan el Rhin, “el Rhin alemán”, con su Führer al centro y la orilla izquierda (Bad Godesberg y el hotel Dreesen) en el borde superior. Hasta las olas de la estela del barco se confabulan para hacer de esta foto una imagen histórica, y en la que no se sabe qué admirar más, si la profesionalidad de Hoffmann o la astucia de Stötzel.
    Viene luego otra foto divertidísima y que yo creo que le hubiese costado un buen rapapolvo de la Gestapo, en la que se ve a Hitler sentado en la popa del barco, con los codos apoyados en los brazos de la silla y las manos semicerradas y recogidas entre las piernas, ¡pero, sobre todo! con el labio superior fruncido hacia el bigotito como si estuviese oliendo caca, como si se hubiera hecho en los pantalones.
    Por último, quiero dejar testimonio fehaciente de que desde mucho antes de encontrarla documentada en este libro, todos los días, al asomarme al telediario y registrar con qué avidez la mirada del político entrevistado rastrea el entorno para descubrir cuál es la cámara que lo está filmando, me saco el sombrero (o séase, la boina) delante del precursor de todos ellos en el arte de posar. Él fue quien los orientó en la dirección del Big Bastard, de ese Hitler liliputiense (aunque no siempre: recordemos a Pol Pot, Idi Amin, Milosevic) que se les autoinstala a los políticos cuando llegan al poder, y es el clandestino Mr. Hyde detrás de sus respetables apariciones como Dr. Jekyll. Después de lo cual me entra a caminar por el pecho una indecible angustia. Pero ésa es ya sólo cosa mía.
    El nombre de las piedras: memoria y diversidad
    Esther Andradi
    I
    am Tom, dice. Ha venido de Inglaterra con la mayor parte de la familia, gente joven. Pero él ya está viejo, le cuelgan los pantalones sobre sus piernas delgadas. Su nariz enrojece; sus ojos, detrás de gruesos cristales, esconden alguna lágrima. Una gorra le cubre la cabeza. Parece un primo de Woody Allen, pero es un berlinés. Nació en el edificio de esta esquina, destruido por los bombardeos durante la guerra como casi todas las viviendas de este barrio de Berlín, y en su lugar se construyeron departamentos sencillos durante la postguerra. Aquí vivían el físico Albert Einstein y también la editora Lisa Matthias, por quien Tucholsky perdió la cabeza, y la poeta Else Lasker Schuler y la cantante Claire Waldorf. Todos ellos, como tantos otros, se vieron obligados a emigrar en 1933, cuando Hitler fue ungido canciller. Los que no se fueron a tiempo fueron asesinados. Hace ochenta años.
    La familia de Tom y algunos vecinos nos hemos reunido en la esquina donde se van a colocar las placas de metal que recuerdan a los Meyer, arrancados de sus viviendas y asesinados en Auschwitz. Stolpersteine se denominan en alemán: piedras para tropezar, piedras para recordar. En cada pieza, de diez centímetros por lado, se graba el nombre de la persona, la fecha de nacimiento, el día de la deportación, el lugar del asesinato. Colocarlas es casi tan arduo como el ejercicio de la memoria. Se quitan algunos pocos adoquines de la vereda, se hace un colchón de cemento y luego se incrustan las placas. Se adhieren al piso como huellas que se resisten a borrarse. Hay lugares donde se siente el temblor de tantos pasos perdidos. Cinco acá. Ocho allá. Tres más adelante. ¿Cómo hicieron para no verlos? ¿Cómo, para no darse cuenta?
    Es triste lo que les voy a contar, dice Tom, pero es la historia. Aunque tampoco es tan triste, porque aquí no ha muerto nadie. Sólo se muere alguien cuando ya no se le nombra. Y ahora nombramos a mi abuela, a mis tíos, a mi primo. Son los Meyer. Hoy aprendí la palabra “primo” en alemán, dice Tom. Mi padre nos educó en el idioma inglés. Somos ingleses, nos dijo. Pero, Tom insiste, somos multinacionales, multiculturales. Y repite. Sólo se muere alguien cuando se le olvida. Nuestra familia estuvo largo tiempo dispersa. Ahora estamos otra vez todos juntos. En Berlín, en Inglaterra, en el mundo.
    Le alcanzan una rosa, él la coloca sobre la piedra. Con todo mi amor y mi recuerdo, dice. En alemán. Y se le quiebra la voz. Me estalla un dolor en la garganta. ¿Dónde quedó la familia de mi abuelo? ¿Dónde sus hermanos? ¿Dónde los que naufragan? Gracias al mar, que no se tragó a mi abuelo.
    Cada baldosa, cada piedra, cada casa, todo puede recordar lo que ya no está, lo que alguna vez fue, lo que ha sido. “Cualquier piedra que levantes, desnudas, renuevan el entramado desde hoy”, escribe Paul Celan. En 1933 vivían en Berlín unos 170 mil judíos alemanes. Al principio de 1940 quedaban apenas ochenta mil. En 1941 comenzaron las deportaciones. En 1943 sólo eran 27 mil 500; en abril, 18 mil 300; en junio, 6 mil 800.
    Puesto que miles es una cifra vaga pero que encierra nombres y destinos únicos, hace más de una década el artista plástico Gunter Demnig decidió instalar en una vereda de Berlín las primeras Stolpersteine con el nombre y apellido y la edad y el día de la deportación de cincuenta personas. Fue en mayo de 1996, en una iniciativa organizada por la NGBK, la Nueva Sociedad de Artistas Visuales Berlineses.
    Desde entonces la acción se volvió colectiva. Ya son miles las piedras que tienen nombre en setecientos lugares de toda Europa. Instituciones, familiares de los desaparecidos, vecinos de los edificios, se ocupan de indagar el destino de cada uno de los ciudadanos deportados y asesinados en los campos de concentración. Una vez que se conoce la historia de cada uno de los habitantes desaparecidos del edificio, se graban las piedras y se instalan en las veredas.
    II
    Mi abuelo llegó a Buenos Aires en un barco. Se embarcó en Trípoli como polizón, escondido en la bodega con otros refugiados como él, para arribar a Marsella, donde logró blanquear a medias su situación. Venía de Siria, a principios del siglo XX, cuando esos territorios estaban ocupados por el imperio otomano. Mi abuelo no tenía pasaporte. Su nombre fue cambiando según el capricho, el idioma o la ortografía de los empleados de migración de los puertos donde anclaba.
    No sé nada de él. No hay un registro de su llegada al país, no estuvo en el Hotel de Inmigrantes como yo creía, no tuve edad para preguntarle cuando lo conocí. Pero me acuerdo que aspiraba a perpetuar su apellido. Todo –o casi todo– salió al revés.
    El apellido que me legó mi abuelo es el itinerario de su migración.
    III
    No fue fácil indagar la historia de quienes nos precedieron en esta casa de Berlín donde vivo. Porque los inquilinos y propietarios judeoalemanes de este edificio –como de otros también– no fueron arrastrados de un día para otro a los campos de concentración. Las familias eran trasladadas a un lugar “de tránsito”, donde se decidía su destino, “catalogados” según sus características: los ancianos, los enfermos, los discapacitados, los niños, los jóvenes y los adultos con aptitud para trabajar.
    Durante la guerra, el edificio fue alcanzado por una bomba incendiaria que destruyó gran parte de los techos y provocó el derrumbe de los muros. El ascensor quedó intacto. Y como los cimientos eran suficientemente sólidos, lo reconstruyeron.
    La señora Hertel, que vive en la planta baja desde principios de los años setenta, se encargó de la investigación. Puso anuncios en el periódico, en la web y en el museo del distrito. Buscó incansablemente en los catastros de la municipalidad. Y al cabo de dos años dio con los nombres de quienes no habían podido escapar de la telaraña nazi. En el legajo figuraba Abreise. Partida. Era el eufemismo para ocultar el transporte definitivo. La solución final.
    IV
    Estaba soleado el día que pusieron las placas en la vereda de esta casa donde vivo.
    V
    En el edificio vive una familia coreana. Llegaron después de la guerra, los hijos nacieron en Berlín, pero sus rasgos siguen siendo orientales. De dónde vienes, cuánto tiempo hace que estás aquí, cuándo te regresas, son las preguntas de rigor para los extranjeros o los que portan rostros diferentes. Cuando, en los años sesenta, y dada la escasez de mano de obra, Alemania invitó a trabajadores de diversos países, se pensó que más temprano que tarde regresarían a sus lugares de origen. Pero la mayoría no volvió. Bien porque no pudieron hacerlo, o porque ya no lo deseaban, o porque trajeron a su familia y los hijos se asimilaron. Hoy, cuarenta por ciento de los jóvenes menores de veinte años que viven en esta ciudad tiene un progenitor oriundo de otro país, o ambos padres. O él mismo ha nacido en otro país. La diversidad que un día fue destrozada está otra vez aquí.
    VI
    La diversidad destrozada. Así se llama la exposición permanente que circuló por todo Berlín durante 2013. Cada barrio, cada plaza, cada vereda, evocaba los ochenta años de la entronización del nazismo en este país –el 18 de enero de 1933. En el Museo Histórico y en cada lugar estratégico se instalaron columnas con historias de vidas truncadas por el exilio o el asesinato, para evidenciar la destrucción de la diversidad durante los años del nazismo.
    Esa diversidad que ahora ha vuelto a poblar las calles de Berlín. La diversidad, que significa libertad.
    VII
    La colocación de cada placa es un arte. Hay que afirmarlas muy especialmente, para que nadie venga por la noche a arrancarlas, como ya han hecho en algunos lugares. O a profanarlas. El procedimiento toma su tiempo. Los vecinos hemos sido citados a las 11 de la mañana y estamos todos. Los del primer piso y los del segundo, los del tercero, los del cuarto.
    VIII
    Mis padres están de vacaciones en Corea pero yo, aunque ya no vivo aquí, no quise dejar de venir. Esta casa es mi infancia y mi juventud. Y esta es mi ciudad. Aunque muchos creen que soy chino. O coreano. O japonés. Pero soy berlinés. Eso dice el joven que ha venido en representación de su familia. Y aquí estoy yo, viendo a mi abuelo que huye del Medio Oriente antes de que su país se convirtiera en la lengua de fuego que se traga a sus padres. Y a mis abuelos que vinieron de Italia arrasados por hambrunas. Tantas sangres confluyen en este momento en la vereda, mientras el artesano afirma meticulosamente las placas.
    IX
    Entonces habla la señora Hertel. Cuenta de su peregrinaje por un sitio y otro hasta encontrar respuesta a sus preguntas. Quienes vivían aquí eran personas con nombre y apellido. Una vida de la que poco o nada sabemos. Poseían frazadas y abrigos que debieron entregar, aunque era invierno. Son cinco. Pero no son un número. Son personas con una vida, una familia, sueños, una historia truncada. Ida Julie Auerbach, que ya era una anciana, y sus hijos adultos Alfred y Hans. Sigfried Meyer, del que poco o nada se sabe. Y la más joven del grupo, Ida Hellmann, de treinta y un años. Antes del Abreise debían declarar sus pertenencias. Ida Hellmann declaró: “Nada”. Ya nada poseía. Ni siquiera una manta. La historia de estas personas está en el legajo que guardaron los asesinos. Los administradores del régimen registraron con meticulosidad el despojo.
    Nombrar a las personas, contar la vida, fue un momento único. No exagero si digo que las lágrimas llegaron a nublar la mirada del vecindario. Aunque hayan pasado ochenta años.
    X
    Todos los días llegan a Berlín refugiados que huyen de la guerra civil de Siria. Familias enteras, niños, mujeres. O los africanos que ya no tienen lugar en Lampedusa. Los distritos disponen escuelas y centros deportivos como alojamientos temporarios; las iglesias y grupos ciudadanos organizan cadenas de solidaridad. Pero también hay fanáticos neonazis que realizan violentas manifestaciones para amedrentar a la población de los barrios donde residen los refugiados.
    La libertad, como la diversidad, es un bien precario. Ser libre es como ser feliz. No hay tiempo para dormirse en los laureles. La diversidad destruida en 1933 retornó, pero hay que defenderla todos los días.
    Como las piedras de la memoria, que hay que pulir una vez por semana para evitar que el metal se deteriore.