lunes, 28 de abril de 2014

10 Preguntas del ciudadano Alfonso Cuarón al Presidente Enrique Peña Nieto
Periódico La Jornada
Lunes 28 de abril de 2014, p. 9
Licenciado Enrique Peña Nieto
Presidente de los Estados Unidos Mexicanos
Presente
Ante todo le agradezco sus mensajes de felicitación por el éxito y los reconocimientos otorgados a mi película Gravity.
Quiero también aprovechar la ocasión para plantearle una preocupación que comparto, estoy seguro, con muchos mexicanos.
Me refiero a la reforma energética.
Al ser entrevistado por León Krauze el 26 de febrero, usted afirmó que yo no estaba bien informado sobre la reforma energética en nuestro país.
Y agregó usted: ...en México no han faltado los grupos que en oposición a estas reformas han generado desinformación y de ahí que algunos lleguen a comprar (estos argumentos) o, con no suficiente información, simplemente no conozcan el alcance y el sentido de las reformas.
Mi falta de información no es atribuible a grupos en oposición que han generado desinformación. La razón es más simple: el proceso legislativo y democrático de estas reformas fue pobre y careció de una discusión profunda, y la difusión de sus contenidos se dio en el contexto de una campaña propagandística que evadió el debate público. No estoy informado porque el gobierno que usted encabeza no ha compartido conmigo –con nosotros, los mexicanos– elementos indispensables para entender el alcance y el sentido de las reformas.
Dice usted en la misma entrevista que ...las reformas son reconocidas en el mundo porque saben que la instrumentación de estas reformas permitirán que México crezca económicamente y tenga mejores condiciones sociales. Ese argumento no me sorprende pero tampoco me convence. Es natural que una reforma energética (en un país que ha tenido esos bienes nacionalizados) cause regocijo en los mercados, pero es ingenuo pensar que el fondo de este reconocimiento sea el crecimiento de nuestro país. Y no me mal entienda: celebro el júbilo de medio mundo siempre y cuando el principal beneficiado –económica y socialmente– sea mi país, sus ciudadanos y que su medio ambiente sea respetado a cabalidad.
La Reforma Energética y petrolera es la más profunda y trascendente que México ha tenido en décadas. Simple y sencillamente se ha cambiado el paradigma del desarrollo nacional. En el entendimiento de que el Congreso está por recibir su iniciativa sobre las leyes secundarias a esta reforma, me permito pedir a usted que nos informe sobre el sentido y alcance de la reforma. No lo hago como experto pero sí como un ciudadano preocupado por el destino en México. Y lo hago desde la más absoluta independencia política.
Sé que se trata de un tema vasto. Por eso he formulado 10 preguntas cuyas respuestas podrían disipar algunas dudas sobre la reforma.
1 ¿Cuándo bajarán los precios del gas, gasolina, combustóleo y energía eléctrica? ¿Qué otros beneficios tangibles se esperan de la Reforma? ¿Cuál es el cronograma de esos beneficios?
2 ¿Qué afectaciones específicas habrá al medio ambiente con prácticas de explotación masiva? ¿Qué medidas se tomarán para protegerlo y quién asumirá la responsabilidad en caso de derrames o desastres?
3 Los hidrocarburos son recursos no renovables y su impacto en el medio ambiente es enorme. ¿Existen planes para desarrollar tecnologías e infraestructuras de energía alternativa en nuestro país?
4 De la reforma aprobada derivarán contratos multimillonarios. En un país con un estado de derecho tan endeble (y muchas veces inexistente) como el nuestro, ¿cómo podrán evitarse fenómenos de corrupción a gran escala?
5 Las trasnacionales petroleras en el mundo tienen tanto poder como muchos gobiernos. ¿Qué medidas se tomarán para evitar que el proceso democrático de nuestro país quede atrapado por financiamientos ilícitos y otras presiones de los grandes intereses?
6 ¿Con qué herramientas regulatorias cuenta el gobierno mexicano para evitar que se impongan las prácticas de depredación que puedan cometer las empresas privadas que participarán en el sector?
7 ¿Cómo asegurar que la reforma incremente la productividad de Pemex si no se enfrenta el problema de la corrupción dentro del sindicato?
8 Si Pemex aportó durante 70 años más de la mitad del presupuesto federal (con el que se construyó la infraestructua nacional, se sostuvo la educación y los servicios de salud gratuitos), ahora que el aporte del petróleo no irá directamente de Pemex a las arcas, ¿cómo se cubrirá dicho presupuesto?
9 ¿Cómo asegurar que las utilidades no se canalicen a la expansión de la burocracia sino que lleguen al propietario original de esos recursos, que es el pueblo mexicano?
10 Dos experiencias desastrosas permanecen en la memoria de los mexicanos: la quiebra de 1982 (luego del dispendio, la ineptitud y la corrupción que caracterizó el manejo de la riqueza petrolera de los años 70) y las reformas discrecionales y opacas de tiempos de Salinas de Gortari, buenas para las manos privadas pero dudosas para los consumidores.
¿Qué nos garantiza que esas experiencias, que han ahondado los abismos sociales, no se repitan? Usted y su partido cargan con la responsabilidad histórica de estas reformas. ¿Cree realmente que el Estado mexicano tiene los instrumentos para llevarlas a cabo con eficacia, sentido social y transparencia?
Le agradezco la atención a esta carta.
Quedo, junto con muchos mexicanos, en espera de su respuesta.
Respetuosamente,
Alfonso Cuarón.
twitter: @diezpreguntas_
Responsable de la publicación Alfonso Cuarón
La historia negra de Juan Pablo II, encubridor de pedófilos, canonizado junto a Juan XXIII
Eduardo Febbro*
Desde Roma
¿V
íctimas? ¿Qué víctimas?, preguntó el cardenal Velasio de Paolis. Luego agregó: No sólo están esas víctimas. Después hubo un silencio de cuerpo y alma seguido por la mirada un tanto extraviada del superior general de los Legionarios de Cristo, nombrado en 2010 a ese cargo por el entonces papa Jozef Ratzinger. A la pregunta de De Paolis le siguió una respuesta: las víctimas no eran sólo los miles de menores que sufrieron los apetitos sexuales de las sotanas hipócritas, sino también el mismo Vaticano. Las víctimas no eran únicamente los menores o adultos abusados y violados por el padre Marcial Maciel, el fundador de esa industria de los atentados sexuales que fue, durante su mandato, los Legionarios de Cristo. La víctima era la Santa Sede, que fueengañada.
Juan Pablo II, el Papa que, entre otros tantos horrores, promovió y encubrió a los pedófilos y violadores de la Iglesia, recibió, al mismo tiempo que Juan XXIII, la canonización. Más allá del espectáculo obsceno montado para esta ocasión, del millón de fieles en la plaza San Pedro, de los tres satélites suplementarios para difundir el acto, más allá de la fe de mucha gente, la canonización del Papa polaco es una aberración y un ultraje para cualquier cristiano del planeta. Declarar santo a Karol Wojtyla es olvidarse del abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan sobre este pontífice: amparo de los pedófilos, pactos y regateos con dictaduras asesinas, corrupción, suicidios jamás aclarados, asociaciones con la mafia, montaje de un sistema bancario paralelo para financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la lucha contra el comunismo–, persecución implacable contra las corrientes progresistas de la Iglesia, en especial la de América Latina, o sea, la frondosa y renovadora Teología de la Liberación.
La frase ¿Víctimas? ¿Qué víctimas? pronunciada en Roma por el cardenal Velasio de Paolis encubre toda la impunidad y la continuidad aún arraigada en el seno de la Iglesia. Jurista y experto en derecho canónico, De Paolis formaba parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la época en que –años 80– se acumulaban las denuncias contra Marcial Maciel. Sin embargo, fue él quien firmó la segunda absolución del sacerdote mexicano. El ex padre mexicano Alberto Athié contó aPágina/12 cómo Maciel solía repartir sobres con dinero y favores para comprar el silencio de las jerarquías. Athié renunció en el año 2000 al sacerdocio y se dedicó a la investigación y denuncia de los abusos sexuales cometidos por clérigos y organizaciones. El destino de Maciel lo selló Benedicto XVI a partir de 2005. En 2004, antes de la muerte de Karol Wojtyla, Maciel fue honrado en el Vaticano. Ese mismo año Ratzinger reabrió las investigaciones contra los legionarios.
El dossier Maciel había sido bloqueado en 1999 por Juan Pablo II y mantenido en estado de invisible por otra de las figuras más turbias de la curia romana, Angelo Sodano, el ex secretario de Estado de Giovanni Paolo. Sodano es una perla digna de figurar en un curso de maniobras sucias. Angelo Sodano, que es decano del Colegio de Cardenales, tenía negocios con los Legionarios de Cristo. Un sobrino suyo fue uno de los asesores nombrados por Maciel para construir la universidad que los Legionarios de Cristo tienen en Roma, la Universidad pontificial Regina Apostolorum.
Sodano, quien fue el número dos de Juan Pablo II durante casi 15 años, tenía un enemigo interno, Jozef Ratzinger, un club de simpatías exteriores cuyos dos miembros más eminentes eran el dictador Augusto Pinochet y el violador Marcial Maciel. Sodano y Ratzinger libraron una batalla sin tregua: el primero para proteger a los pedófilos, el segundo para condenarlos.
En 2004, Jozef Ratzinger obligó a Marcial Maciel a dimitir y retirarse de la vida pública. Dos años después, ya como Benedicto XVI, el Papa lo suspendió a divinis. Las investigaciones reabiertas por Ratzinger demostraron que Maciel era un pederasta, tenía dos mujeres, tres hijos, se movía con varias identidades y manejaba fondos millonarios. Las denuncias previas nunca habían pasado el paredón levantado por Sodano y el hoy santo Juan Pablo.
La carrera de Sodano es toda una síntesis del papado de Karol Wojtyla, en donde se mezclan los intereses políticos, las visiones ideológicas ultraconservadoras, la corrupción y las manipulaciones. Angelo Sodano fue nuncio en Chile durante la dictadura de Pinochet. El diplomático mantuvo una relación amistosa con el dictador y ello le permitió fraguar la visita a Chile que Juan Pablo II hizo en 1987. Su hermano Alessandro fue condenado por corrupción tras la operación Manos Limpias. Su sobrino Andrea corrió la misma suerte en Estados Unidos. La FBI descubrió que Andrea y un socio se dedicaban a comprar –mediante información privilegiada– por un puñado de dólares, las propiedades inmobiliarias de las diócesis de Estados Unidos que estaban en bancarrota debido a los escándalos de pedofilia.
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Se ha promovido a santo a un hombre con las manos sucias, que encubrió a violadores de niños y legitimó a dictadores que dejaron millares de muertos en el caminoFoto Ap
Pero el mundo sucumbió al grito desanto súbito que reclamaba la canonización de un hombre que presidió los destinos de la Iglesia en su momento más infame y corrupto. El Papa viajero, el Papa amable, el Papa de los jóvenes, el Papacatódico era un impostor ortodoxo que desprotegió a las víctimas de los abusos sexuales y a los propios pastores de la Iglesia cuando éstos estuvieron en peligro de muerte. Su visión y sus necesidades estratégicas siempre se opusieron a las humanas.
Ocurre que en la trama de esta historia hay también mucha sangre y no sólo la de los banqueros mafiosos como Roberto Calvi o Michele Sindona con quienes Juan Pablo II se asoció para alimentar con fondos, secretos las arcas del IOR (banco del Vaticano), fondos que luego servirían para financiar la lucha contra el comunismo en Europa del Este o la Teología de la Liberación en América Latina. Juan Pablo II dejó sin protección a los sacerdotes que encarnaban en Latinoamérica la opción por los pobres frente a las dictaduras criminales y sus aliados de las burguesías nacionales.
En 2011, 50 destacados teólogos de Alemania firmaron una carta en contra de la beatificación de Juan Pablo II, por no haber respaldado al arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 por un comando paramilitar de la extrema derecha salvadoreña mientras celebraba una misa. Romero sí que es y será un santo. El arzobispo enfrentó a los militares para rogarles que no asesinaran a su pueblo, recorrió barriales, zonas castigadas por la represión y la violencia, defendió los derechos humanos y a los pobres. En suma, no esperó a que Bergoglio llegara a Roma para hablar de una Iglesia pobre para los pobres. No. La encarnó en su figura y lo pagó con su vida, como tantos otros sacerdotes a quienes el Vaticano tildaba de marxistas o comunistas sólo porque se implicaban en causas sociales.
Juan Pablo II es un santo impostor que traicionó a América Latina y a quienes, desde una modesta Iglesia, osaron decirle no a los asesinos de sus pueblos. Si Juan Pablo II contribuyó en Europa del Este a la caída del bloque comunista, en América Latina favoreció la caída de la democracia y la permanencia nefasta de las dictaduras y su ideología apocalíptica. Un detalle atroz se suma a la ya incontable deuda que el Vaticano tiene con la justicia y la verdad: el expediente de beatificación de monseñor Óscar Arnulfo Romero sigue bloqueado en los meandros políticos de la Santa Sede. Juan Pablo II beatificó a Josemaría Escrivá, el polémico fundador del Opus Dei y uno de sus protegidos. Pero dejó afuera a Romero, incluso cuando estaba con vida y las amenazas contra él se precisaban cada semana. Cada vez más soy el pastor de un país de cadáveres, solía decir Romero.
Juan Pablo II fue electo en 1978. Al año siguiente, monseñor Romero le entregó un informe sobre la espantosa violación de los derechos humanos en El Salvador. El Papa lo ignoró y le recomendó a Romero que trabajaramás estrechamente con el gobierno. Como lo recuerda a Página/12Giacomo Galeazzi, vaticanista de La Stampa y autor de una magistral investigación, Wojtyla secreto, ensus 25 años de pontificado ningún obispo latinoamericano ligado a la acción social o a la Teología de la Liberación fue nombrado cardenal por Juan Pablo II. La respuesta está en una frase de otro de los más dignos representantes de la Iglesia de los pobres, el fallecido arzobispo brasileño Hélder Câmara: Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista.
El show universal de la canonización ya fue lanzado. La prensa blanca de Europa tiene la memoria muy corta y su cultura del otro es estrecha como un pasillo de hospital. Todos celebran al gran Papa. Se ha promovido a la categoría de santo a un hombre que tiene las manos sucias, que ha cometido la infamia de encubrir a violadores de niños, de besar a dictadores y legitimar con ello el tendal de muertos que dejaban en el camino, de negociar beneficios con la mafia, que ha sacrificado en nombre de los intereses de una parte de un continente, el este de Europa, la misericordia y la justicia de otros, entre ellos los de América Latina. Se canoniza a un embaucador. El colmo de la ligereza, del error inmemorial. ¿Ante quién se arrodillarán en adelante las víctimas de los abusadores sexuales y de las dictaduras? Podemos levantar todos juntos un lugar apacible y justo en la memoria con las imágenes del padre Mugica o de monseñor Romero para rencontrarnos con la beatitud y el sentido de quienes, por un ideal de justicia e igualdad, enfrentaron la muerte sin pensar nunca en sí mismos o en bajos beneficios humanos.

miércoles, 23 de abril de 2014

Discurso íntegro de Poniatowska en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes

mié, 23 abr 2014 07:31
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señor Presidente de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.
Soy la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.
Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.
La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.
A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.
María, Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.
Del otro lado del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana/ es la llama trémula/ en la noche de piedra del virreinato”.
Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975 versos de su poema “Primero sueño”. Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.
Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda científica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela- testimonio “Hasta no verte Jesús mío”, no tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación posible. Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.
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Mi madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el “Marqués de Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.
Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: “¿No le molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”
Aprendí el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se referían a la muerte. “Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a María/ que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la llevó”. O esta que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./ —¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.
Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido era más profundo que el “merci” francés. También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: “Zona por descubrir”. En Francia, los jardines son un
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pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos desafiaba: “Descúbranme”. El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.
¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.
Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la ventera. Antes, en México, el cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada mochila. Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su hijo: “Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú viajarás en tren”.
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Tina Modotti llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.
La última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.
Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.
“¿Quien anda ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú quien eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla. Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar
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escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.
Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado “La Bestia” con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos.
En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una “Homérica Latina” en la que los personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos santos”, la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: “Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido mejor que dijera “un limpiabotas venido a menos”. Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en qué grado depende
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de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los chicanos.
Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.
Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.
Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.
Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.
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El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.
A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó: —Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes o después de Cristo?
Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.
Muchas gracias por escuchar.

jueves, 17 de abril de 2014

La soledad de América Latina

jue, 17 abr 2014 14:57
Domingo 4 de marzo de 2012Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santa Anna, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetu que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéros sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de Estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres encintas fueron arrestadas y dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 12 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el pais más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Discurso del escritor, el 8 de diciembre de 1982, al recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, Suecia, que reproducimos en ocasión del trigésimo aniversario de esa histórica entrega.

La terrífica historia de un ojo morado

jue, 17 abr 2014 14:58
Martes 6 de marzo de 2007Tal vez Gabriel García Márquez sea el más popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como “el Gabo”, como si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel. Algunos hasta hablan de él como “el Gabito”, pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nunca han cruzado una palabra con él.
Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos muy cercanos, y referirse a él como mi Gabito o Gabo de mi alma, y a Mercedes como Meche linda, o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh Ave María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces eran de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o calificativo de difusas connotaciones.
Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el propio García Márquez. Él y Mercedes la querían como una de los mejores representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de los años 60 del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi madre que era una especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la oficial estaba ocupada por los militares de la dictadura en turno.
En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no me cayó muy bien que digamos. En plena reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas. Estaban aún lejos Cien años de soledad y el premio Nobel, pero el paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leí La hojarasca, y luego Relato de un náufrago, y El coronel no tiene quien le escriba, y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y entendí entonces porqué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes palabras como de frases célebres, podía recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana.
Por aquellas tertulias en la casa materna fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarlo Gabo, pero nunca llegué a llamarlo Gabito, pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez que posara para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la cámara en el hombro. Ahora tal vez me arrepiento.
Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966 el Gabo apareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo, quien había sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de Colombia en Estados Unidos. El saco que había escogido Gabo para aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada o prestarle una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era para Cien años de soledad, cuya edición se preparaba en Buenos Aires. Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la literatura.
Casi 10 años después, el 14 de febrero de 1976, Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras fotografías. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa.
El Gabo quería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también que Gabo fue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor de La guerra del fin del mundo se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que 10 años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a las causas de la izquierda. Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos: En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abierto para el abrazo. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos del Gabolo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bisteces sobre el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido charla o chisme.
Según los comentarios que recuerdo de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Márquez habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé 30 años, y ahora que él cumple 80 años, y 40 la primera edición de Cien años de soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos.

* Rodrigo Moya nació en Colombia en 1935 y se naturalizó mexicano. Es uno de los fotógrafos más importantes en la historia contemporánea. Entre su trabajo destaca la documentación de los movimientos guerrilleros, incluido un libro con material hasta aquel entonces inédito de fotografías del Che Guevara, y su colaboración con Salvador Novo en trabajos de crónica urbana

Fallece Gabriel García Márquez a los 87 años

jue, 17 abr 2014 14:55
México, DF. Gabriel García Márquez falleció este jueves a la edad de 87 años. Hoy comienza la leyenda que se fue construyendo desde 1927 en un pueblito colombiano de nombre Aracataca, que de la mano de Gabriel García Márquez puso a América Latina en el imaginario de millones de lectores con una palabra mágica: Macondo.
Una leyenda formada de todas esas pequeñas historias que el Premio Nobel de Literatura escribió en sus libros, en su autobiografía, en sus crónicas, en la biografía escrita por Gerald Martin, y hasta en el silencio que guardó durante muchos años ante los medios de comunicación. Una leyenda que se inscribe en el realismo mágico, en el cuento, la crónica, el periodismo, el guión; en los homenajes que se le ofrecieron en vida y los que seguirán ahora con su fallecimiento.
El 31 de marzo de 2014, el autor de Cien años de soledad fue internado durante nueve días en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, debido a un cuadro de deshidratación, infección pulmonar y en vías urinarias. El martes 8 de abril fue dado de alta, y trasladado en ambulancia a su casa para continuar su convalecencia.
Desde hace algunos años comenzaron a circular versiones acerca de que Gabo, el diminutivo con que sus amigos y lectores le conocen, padecía demencia senil. Uno de los primeros en mencionarlo, en 2012, fue su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, quien en declaraciones al diario chileno La Tercera, señaló que García Márquez perdía poco a poco la memoria, que ya no reconocía a sus amigos, y que utilizaba algunas fórmulas para llevar la conversación. Pero "si no te ve, no te reconoce", dijo Mendoza acerca de la salud de García Márquez, con quien hubo un distanciamiento hace años como consecuencia del tema cubano.
Fue Jaime García Márquez, hermano menor del Nobel de Literatura, quien afirmó en Cartagena de Indias, en julio de 2012, que Gabo padecía demencia senil, que afectó a varios miembros de la familia. La pérdida de memoria, atribuyó en ese entonces Jaime García Márquez, llegó como consecuencia de la quimioterapia a la que fue sometido en 1999 para curar un cáncer linfático pero "todavía le tenemos, podemos hablar con él, sigue con alegría, con entusiasmo, lleno de humor", aunque "desgraciadamente" no habrá un nuevo relato escrito por quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1982.
Días después, el director de la Fundación del Nuevo Periodismo Latinoamericano, Jaime Abello, pidió en su cuenta de Twitter "por favor, no más comunicaciones de solidaridad: Gabo no está demente, simplemente anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo"
Pero antes, mucho antes de la pérdida de memoria, de los problemas de salud, y del Premio Nobel, hubo un muchacho que soñó con ser escritor.
Gabriel José García Márquez nació el 26 de marzo de 1927 en Aracataca, ubicado al norte de Colombia, en el municipio de Magdalena. Hijo de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, Recuerda Gabo en su biografía, Vivir para contarla.
"Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia. Lo recordaba como era: un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Al atardecer, sobre todo en diciembre, cuando pasaban las lluvias y el aire se volvía de diamante, la Sierra Nevada de Santa Marta parecía acercarse con sus picachos blancos hasta las plantaciones de banano de la orilla opuesta. Desde ahí se veían los indios aruhacos corriendo en filas de hormiguitas por las cornisas de la sierra, con sus costales de jengibre a cuestas y masticando bolas de coca para entretener la vida. Los niños teníamos entonces la ilusión de hacer pelotas con las nieves perpetuas y jugar a la guerra en las calles abrasantes. Pues el calor era tan inverosímil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día. Desde mi nacimiento oí repetir sin descanso que las vías del ferrocarril y los campamentos de la United Fruit Company fueron construidos de noche, porque de día era imposible agarrar las herramientas calentadas al sol".
Ahí pasó García Márquez los primeros años de su vida al lado de sus abuelos Tranquilina Iguarán y el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía. "Fue su abuelo, el coronel, quien poco a poco lo rescató de aquel mundo femenino de superstición y premoniciones, de aquellas historias que parecían surgir del lado oscuro de la naturaleza misma, y quien lo instaló en el mundo de la política y la historia que era propio de los hombres; lo sacó, por así decirlo, a la luz del día", escribe Gerald Martin, biógrafo oficial del periodista colombiano en su libro Gabriel García Márquez. Una vida.
Desde muy niño comenzó a escribir pero fue hasta la universidad, mientras estudiaba Derecho, que decidió abandonar la carrera para dedicarse de lleno a la escritura: "Había desertado de la universidad el año anterior, con la ilusión temeraria de vivir del periodismo y la literatura sin necesidad de aprenderlos, animado por una frase que creo haber leído en Bernard Shaw: 'Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela'. No fui capaz de discutirlo con nadie, porque sentía, sin poder explicarlo, que mis razones sólo podían ser válidas para mí mismo".
Y a eso se dedicó: al periodismo y la literatura. Mientras trabajaba como reportero publicó su primer cuento La tercera resignación, publicado en el diario El Espectador, el 13 de septiembre de 1947. Dos décadas después se publicaría la novela que lo llevó a la fama y al corazón de millones de lectores: Cien años de soledadGabo tenía entonces 40 años, y en 1958 se casó con Mercedes Barcha, con quien tuvo a sus hijos Rodrigo y Gonzalo.
Desde 1947 y hasta 1992 publicó varios cuentos, que recientemente fueron compilados en el volumen Todos los cuentos (Mondadori), entre ellos Los funerales de la Mamá Grande, Doce cuentos peregrinos, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, y también ese primer cuento publicado La tercera resignación.
Entre sus libros se encuentran La hojarascaLa mala horaEl coronel no tiene quien le escribaEl otoño del patriarca,Crónica de una muerte anunciadaEl amor en los tiempos del cóleraNoticia de un secuestroMemoria de mis putas tristes, y de manera más reciente Yo no vengo a escribir un discurso, además de su obra de teatro Diatriba de amor contra un hombre sentado. Su trabajo en diarios se encuentra reunido en varios tomos en la serie Obra Periodística desde 1948 hasta 1984, divididos en Textos costeños, Entre cachacos, de Europa a América, Por la libre y Notas de prensa.
Integrante del Boom latinoamericano, junto Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y José Donoso, Gabriel García Márquez es uno de los principales representantes del realismo mágico, que él mismo definió como la ruptura de la frontera entre lo que parece real y lo que parece fantástico.
Y entonces en 1982 llega el anuncio del Premio Nobel de Literatura. Su discurso La soledad de América Latina es un clásico junto con El cataclismo de Damocles, y Botella al mar para el dios de las palabras, que es el que ofreció en Zacatecas en 1997 durante el Primer Congreso de la Lengua Española. Diez años después de ese congreso, otra reunión de académicos de la lengua le rindió uno de los más grandes homenajes en Cartagena durante el cuarto Congreso Internacional de la Lengua española. El festejo fue todo para Gabo, quien cumplía 80 años de edad, 40 de la publicación de Cien años de soledad y 25 del Nobel. Ahí, García Márquez recibió la edición especial de su novela cumbre, preparada por la Real Academia de la Lengua Española, un homenaje editorial que cuatro años antes se le había hecho al Quijote, de Miguel de Cervantes.
Al finalizar ese encuentro, Gabo dijo a sus amigos que el homenaje le había dado la clave para escribir el segundo tomo de sus memorias, Vivir para contarla. En el primer tomo Gabo escribió, quizá a manera de consejo, quizá a manera de advertencia: "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla".

lunes, 7 de abril de 2014

Un niño afgano vuela su papalote, en un monte desde el cual se ve Kabul, el 13 de mayo de 2013. AP/Anja Niedringhaus
Domingo de Ramos
César Moheno
M
ientras recogíamos los frutos de la pequeña huerta en el patio de su casa, Magdalena Equihua no paraba de contarme sus historias. El recuerdo de su conversación me alcanza en todos los amaneceres de esta época del año al acercarse la Semana Santa. De ella escuché por vez primera que los santos que ocupan las iglesias más que nuestros padres son ya nuestros hermanos. Así tejen el ritmo de la vida. En ella no hay diferencia entre la vida material y la vida simbólica y festiva. Si te vas a llegar hasta la fiesta llévate algo de la fruta que tenemos, escuchó que le dijo mientras abandonaba el lecho. Ella ya lo había pensado así, pues este año no tenía otra cosa que llevar al gran mercado que se hace para celebrar el Domingo de Ramos en Uruapan. Con las calenturas que tuvo Refugio desde las épocas del frío, no alcanzaron a labrar la madera que preparaban siempre para esa ocasión. Ojalá les diera tiempo para tener algunas para el Corpus.
Desde tiempo inmemorial el calendario de las fiestas de las comunidades de la meseta purépecha de Michoacán guiaba no sólo las devociones de sus obligaciones religiosas, sino que era la oportunidad esperada para cosechar algunos otros frutos que se sumaran a los logrados en el trato del bosque y la parcela. Al celebrar sus fiestas patronales los pueblos se abrían y era la ocasión para participar en el comercio.
Las fiestas se podían contar como espigas de trigo agavillado. A cada santo se le llegaba siempre su día. Santiago, San Juan, San Lucas, San Miguel, San Francisco, la Asunción, la Natividad, la Purísima Concepción, San Marcos, el Corpus, y otros tantos como pueblos había sembrados en la sierra. Hay algunas comunidades que cuentan en su calendario con 15 fiestas religiosas por lo menos. Cada una dura normalmente tres días, pero las hay de siete o 15. Allí, en ellas, tenían la oportunidad de hacerse de útiles que se realizaban en otros pueblos. Así les enseñan a sus santos aconocernos y a saber de los pesares de nuestra tierra. Así los ayudamos a trasplantarse. Ahora ya nos conocen bien. Saben de nuestros afanes. Después de tantos años hoy ya pueden ayudarnos. Por eso vamos siempre a saludarlos.
Como las fiestas eran también ocasión para embriagueces, Magdalena prefería caminar sola con su hija y no con Refugio. La última vez que fueron a celebrar a San Lucas en Zacán se bajó tan necio y tan borracho a la monta del toro, que cuando quiso recoger su cuerpo ya no pudo, y tuvo que estar encamado 15 días esperando a que se le saliera el aire de la espalda que le impedía mover las piernas. Ahora, como ha estado tan malo, quisiera ver si le puede comprar un buen sombrero. Quien quita y con eso se le alegra un poco el alma y se olvida de todos los desfiguros que ha tenido este año.
Cuando oyó la algarabía desde la entrada al centro de Uruapan pensó en lo desvelada que encontraría a su comadre. Como ella era del barrio al que le tocaba la celebración, tenía que invitar a los atoles, los tamales, los vinos de frutas y de maguey y las tortillas a todo el que la visitara. De seguro no había dormido por estar arreglando la iglesia y colocando las guías de barbas de pino en los postes. Pero todo lo confortaba si se hacía un bonito y grande comercio.
Iba pensando en la loza que quería llevar cuando se cruzó con algunos palmeros retrasados que, corre y corre, llegaban con los polvos del viaje desde la Tierra Caliente ansiosos por llegar a tejer las palmas que sólo hoy se venderían. Al dirigirse a tomar el almuerzo admiró como siempre las ollas de Zipiajo que, bien terciadas con el rebozo, bajaban las mujeres. Contento se pondría San Mateo el evangelista si viera el mercado de esta fiesta. Por sus frutos los conoceréis, dicen que dijo alguna vez. Y aquí uno sabía que si vendían camotes y caña de Castilla eran de San Francisco Peribán; si ofrecían loza de la verde, eran de Patamban; si guitarras o violines de Paracho; si sombreros tejidos de palma, de Zacán; si cucharas o utensilios de madera, de Capácuaro; si diablos envueltos en soles, de Ocumicho; si colchas y sarapes de Angahuan. Cuando ella vio sus peras se fijó que todos sabían que venía de Pamatácuaro. Por eso pudo cambiarlas fácilmente por las ollas que quería.
Ya no quiso quedarse al torito ni al juego de los fuegos de artificio porque Refugio seguía con las calenturas. Hubiera querido ser sabia para encontrarle ya el remedio. Si no se le iba el mal ligero, le haría una promesa al Cristo Milagroso de San Juan Parangaricutiro. Él siempre había sabido ser intercesor para alejar los males. Mientras pensaba en todo esto, se fue durmiendo en el camión. Soñó que por fin ayudaba a parir a su becerra. El queso de su leche lo vendería en Charapan.
Magdalena Equihua encarna a las mujeres de la meseta purépecha de Michoacán. Siempre están cultivando esa infinita capacidad para inventar soluciones a las grandes y pequeñas necesidades de la vida en el bosque. Esa tarde de Domingo de Ramos, al llegar a lo alto del cerro, miró al grupo de casas de su pueblo en medio de la bruma. Ya iba siendo época de comenzar a construir juguetes de madera. Mientras, esperaría a que llegara el tiempo de contar las historias.
Twitter: @cesar_moheno
Pumas
León Bendesky
C
oincido con el rector Narro cuando dice que sin la UNAM y sin su Ciudad Universitaria México sería diferente y que no sería mejor. Se cumplen 60 años de existencia de CU, espacio clave para la formación académica de muchas generaciones, para la convivencia estrecha y la creación de grupos de profesionistas y redes de relaciones, algunas de ellas, con una gran influencia social, económica y política en el país. La Universidad Nacional ha desempeñado un papel esencial en la educación, la investigación y la creación, ha sido un factor de cohesión y movilidad y generadora de oportunidades.
Vaya que la UNAM es una institución compleja, difícil de gobernar, enorme en su tamaño, diversa en sus manifestaciones, políticamente muy activa y con fuertes contradicciones internas.
Es un reflejo altamente concentrado, a pesar de su dimensión, de cómo es el país, con sus deformaciones y sus virtudes, sus diferencias ideológicas, sus vicios políticos y las aún más grandes desigualdades sociales ligadas con formas abiertas o encubiertas de discriminación. Ha tenido etapas ciertamente caóticas y otras de reformación; es un centro de expresiones colectivas e individuales multifacéticas.
Al final, esa institución, que para algunos puede parecer monstruosa, postura que en realidad implica en buena medida no comprender, o no querer hacerlo, que no está compuesta sólo por su naturaleza educativa que, por cierto, cubre extensos campos del conocimiento y la hace verdaderamente única en su carácter universitario. Tampoco se trata de señalarla por el papel político que ha desempeñado y sigue haciéndolo y que en ciertas etapas ha sido muy protagónico. No se trata, igualmente, de enfocarse en los grandes intereses internos de los poderosos grupos que la conforman.
En esencia y derivado de lo anterior, me parece que uno de los rasgos que la hacen ser un punto de referencia y sostiene la afirmación del rector Narro consiste en la miríada de experiencias individuales que se han forjado y se entrelazan en el tiempo y a lo largo del país en su extenso desenvolvimiento histórico.
Estas experiencias vitales son las que le dan a la UNAM, a su campus central y los otros creados más recientemente, así como y a quienes ahí se han educado y los que ahí laboran, una carta de identidad bien diferenciada de otras que se han ido formando en las instituciones públicas y en el sector privado de la educación superior.
Muchos de nosotros descubrimos ahí muy jóvenes, aristas que nos eran desconocidas de nuestro país. Pudimos ir creando una cierta perspectiva. Fue un aprendizaje casi de choque en una época de grandes conflictos derivados del movimiento de 1968 y sus secuelas. Seguíamos cerca de París o de la Córdoba argentina.
Entrar a la Facultad de Economía, luego de pasar un periodo que parecía interminable y cada vez más soso en una escuela particular, fue especialmente revelador desde el primer día en el turno vespertino. Es una experiencia clave y referencia también acerca de, cuando menos, una parte de las graves contradicciones que afectaban entonces al país y los esquemas altamente autoritarios que prevalecían y que, si bien se han ido transformado, siguen estando bien presentes.
Ahí se cuestionaba todo, desde las instituciones del Estado hasta el contenido de muchas de las clases que se ofrecían. Eran evidentes las posturas políticas de los diversos grupos de la izquierda, desde la más radical hasta la que mantenía posturas claramente reformistas. Se escuchaba con más reticencias a aquellos a quienes se consideraba conservadores. Había maestros sobresalientes y otros de una mediocridad de la que había que huir; lo mismo pasaba con los alumnos. Competían abiertamente las teorías económicas, sobre todo el keynesianismo, ya muy edulcorado por la ortodoxia marginalista, y el marxismo también muy ortodoxo y lineal. Como sucede en los procesos formativos intensos y en una entidad y un país en tal grado de ebullición, había que aprender para luego desaprender, pensar y aprender más, pero claro está que sin olvidar.
En la UNAM aprendimos a leer a los clásicos, no sólo a los economistas, y también a los modernos, y tuve compañeros entrañables y muy estimulantes que me hicieron conocer a Blake y, reunidos apenas un trío de nosotros, confrontábamos a Hegel en inacabables tardes acomodados en un cuarto de azotea. Aprendíamos de cine, de filosofía, de literatura y política, mucha de cuya creación se hacía en ese mismo e impresionante campus de CU. Así nos dábamos cuenta claramente de que la economía era más que una técnica, algo muchísimo más complejo, o como dijo claramente Pessoa en boca del ingeniero Álvaro de Campos: soy técnico pero sólo dentro de la técnica.
Además, y esto fue especialmente relevante, ahí pude finalmente empezar a ubicar mis orígenes culturales y familiares. Tres generaciones de mi familia de inmigrantes fueron educados en la Universidad, en ingeniería química, historia, pedagogía y medicina. Es muy probable que en otro país no lo hubiéramos conseguido. Así de honda fue la experiencia individual que he tenido en torno de la UNAM. Y muchos otros la tuvieron igual, cada uno, por supuesto, resolvió ese enfrentamiento de la manera que pudo. Y, no es eso, pregunto, la esencia de una Universidad, confrontarse con uno mismo y la sociedad en la que vive y el mundo más allá de ella. No se trata de sólo ser unos profesionales por más destacados que algunos hayan llegado a ser en la vida pública.
Por eso con cierta ironía digo usualmente que soy seguidor de los Pumas aunque ganen. Como no los vamos a querer, pero queremos más. El rector Narro tiene razón.