lunes, 27 de abril de 2015


Felipe Garrido
Fortuna
Hubo un hombre, príncipe dilectísimo, que tenía enormes posesiones y un sótano lleno de monedas y piedras preciosas. Un día bajó y vio que había reunido más de lo que podía contar. “En verdad tengo una gran fortuna –se dijo–; he trabajado mucho y he tenido enormes privaciones, pero ahora soy en verdad rico. Me casaré con una joven y hermosa mujer, y con ella disfrutaré de mi fortuna.”
En eso estaba cuando llegó el ángel de la muerte y le dijo: “Tu tiempo ha terminado; sígueme.” El hombre palideció:  “No es justo –protestó–. Mira todo lo que tengo. Mucho he trabajado, mucho he sufrido para obtenerlo. Mira, te daré la mitad, pero déjame vivir un poco más.” “Insensato –replicó el ángel– ¿para qué quiero yo tu dinero?” Cuando el hombre vio que no lograría nada, le suplicó que le permitiera dejar un mensaje. En el muro, al lado de sus tesoros, escribió: “No atesores lo que no puedas gastar.”
[(De Las historias de san Barlaán para el príncipe Josafat.)

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