domingo, 22 de febrero de 2015


Luis Hernández Navarro
“Nunca me he sentido más orgulloso de ser universitario como ahora”, afirmó entonces.
El 30 de julio de 1968, el ingeniero Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, izó la bandera nacional a media asta, como protesta por la violación a la autonomía universitaria. Apenas un día antes, el Ejército había disparado un bazukazo en contra de la puerta de la Preparatoria 1 en San Ildefonso, un tesoro colonial.
Su desafío al poder de ese día no fue una acción aislada. Su comportamiento a lo largo de todo movimiento estudiantil popular de ese año fue ejemplar. Algo inusitado en el clima de abyección de la política mexicana de aquellos años. Gallardo y digno, el rector no se dobló ante los actos de violencia autoritaria del régimen. Por el contrario, sin ambigüedad alguna los rechazó enfáticamente. Lo mismo encabezó manifestaciones multitudinarias, que condenó la invasión militar de Ciudad Universitaria o defendió el derecho de los jóvenes a disentir.
Su situación no era sencilla. Incluso cuando Barros Sierra llegó a la rectoría de la máxima casa de estudios en 1966, las condiciones en que asumió el nombramiento fueron muy difíciles. Sustituyó al doctor Ignacio Chávez Chávez, destituido por un polémico movimiento estudiantil. La Universidad estaba muy crispada. En sus aulas se incubaban los huracanes que azotaron el país dos años después. Desde que tomó posesión hasta que finalizó su período en 1970, el ingeniero no tuvo reposo. Según Gastón García Cantú, su colaborador y amigo, en 1968 el rector “se enfrentó al gobierno, no como un desafío, sino como una resistencia fundamentalmente moral y justa”.
Nieto de Justo Sierra, Barros Sierra nació en 1915 en el Distrito Federal y creció en un ambiente de lecturas y reflexiones sobre la historia y la política de México y el mundo. Se educó en los valores del humanismo y la técnica de la Escuela Nacional Preparatoria. Como estudiante de la Escuela Nacional de Ingeniería, fue parte de una generación de profesionistas formados en la mística de construcción del Estado Nacional inspirada en el cardenismo.
Dotado de una inteligencia excepcional y de un sentido de la ironía tan fina como demoledora, magnífico conversador, Barros Sierra era un pensador riguroso. Amante de la música clásica, en la que según su hija Cristina encontraba “goce y consuelo”, impulsó la orquesta de la UNAM hasta convertirla en una de las mejores del país.
Socio fundador de Ingenieros Civiles Asociados (ICA), la empresa de construcción de infraestructura establecida en 1947, abandonó la iniciativa privada y se dedicó alternadamente a la administración pública y la enseñanza universitaria.
Fue, durante el sexenio de Adolfo López Mateos (1959-1964) el primer secretario de Obras Publicas. Entre los saldos de su labor en este terreno se encuentran la construcción de miles de kilómetros de carreteras, la edificación de puertos y aeropuertos y el tendido de más de cuatrocientos puentes. Funcionario dedicado e íntegro, ni se enriqueció ni lucró con la obra pública. Más adelante fundó y fue el primer director del Instituto Mexicano del Petróleo.
Al frente de la Secretaría, el ingeniero estableció cuáles deben ser los atributos que debe tener el funcionario público para enfrentar los retos del país: “Siguen siendo y seguirán siendo las cualidades esenciales del hombre de Estado, aparte de la inteligencia, el buen sentido que implica la prudencia, la ponderación y la serenidad; la intuición certera y la decisión valerosa, todas esas virtudes radicadas en una entrega sacrificial a la patria, sin ello los enormes complejos de México no podrán ser resueltos”.
Al frente de la unam emprendió transformaciones profundas. Dirigente estudiantil, maestro, investigador, director de la Facultad de Ingeniería antes de ser rector, conocía la Universidad a profundidad, encarnaba sus valores, hacía suya su misión. Era, en toda la extensión de la palabra, un universitario. Según su hijo Javier, “defendía a la Universidad como si fuera su cuna, su casa, su causa, su razón de ser”.
Barros Sierra pagó cara su osadía de desafiar al régimen. Su independencia y rectitud, su disenso ejemplar frente al poder, le valieron los más abyectos ataques y ofensas personales. Los diputados del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Octavio A. Hernández y Luis N. Farías lo responsabilizaron del movimiento estudiantil.
Cuando el 2 de octubre de 1968 Gastón García Cantú le informó lo sucedido en la Plaza de Tlaltelolco, una sombra cubrió su rostro. Ya no volvió a ser el mismo. “Algo se apagó en él. Algo de irremediable tristeza se apoderó de Javier”, escribió García Cantú. Lo mismo piensa su hijo Javier. El día del bazukazo –contó enEvocación del 68– “comenzó a morir. Su lucha por defender la universidad le costó la vida”.
El cáncer lo devoró en 1971. Sus restos fueron sembrados en el Panteón Jardín. Un buen número de dirigentes estudiantiles fueron a despedirlo. La lápida sobre su tumba tiene escrito su nombre y una fecha: 1968.

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