domingo, 15 de febrero de 2015



Francisco Torres Córdovaftorrescordova@yahoo.com
Nunca un solo día
Desde ese día el tiempo ya no es lo que era. Cambió de modo y ruta, de lugar y peso en la mente y en el alma. Volcado en la emergencia en todas partes, en cada minuto desgranado, seco y denso su aire en la garganta y la memoria hasta el calor de los pulmones y la voz que empujan el reclamo a la violencia, pasa quebrado, fibroso y extranjero. Las horas, si sólo fueran eso y no el caracol de su vacío, ocurren en espasmos de insomnio y sobresalto cotidiano, y erizadas sin reposo en la cresta de una urgencia que se enquista en la conciencia, se van deshaciendo de su cifra y en ninguna agenda o manecilla encuentran punto de consuelo o referencia que dé razón de dónde queda lo extraviado, para ir a su encuentro y regresarlo, para ponerlo de pie, el rostro al alcance de la mano como era y ha de ser lo más cercano vivo, lo más propio en la distancia que es un hijo. Ahora ese día es este tiempo despojado, quitado a la cadencia y el tramado milenario que era del agua y los otros elementos, y no comprende ni acepta como antes el profundo engranaje de la luz y los planetas que le pasan por el cielo, bajo el suelo y aun a los costados en un horizonte que era sin fisuras como había sido desde siempre, porque ya no hay ese siempre, y así alarga y aprieta su puño en la razón, derriba la puerta de la casa con su ruido y disloca en la boca la palabra de familia, su íntimo silencio con todo lo soñado roto, cruzado por los humos de un fuego imposible y mudo a la intemperie –nadie vio ni oyó el preciso crepitar de huesos, o respiró en el viento algún olor a miradas que flameaban en la gran indiferencia minuciosa de las cosas. Ese día que nunca habrá de ser un solo día, sino al contrario y desatada una ardua y sinuosa eternidad a escala humana, que es decir a flor de piel su hielo y adentro en las entrañas su lenta y rigurosa desazón, no concede a la ausencia contrahecha o a la muerte sucia el reposo del olvido. Porque en el horror que retuerce las letras de sus nombres –Acteal, Atenco, San Fernando, Tlalaya, Ayotzinapa y muchos más apenas estos años en esta geografía–, no hay una simple coyuntura de azar y de infortunio que los salve en la inmensa coartada del destino. No son un accidente, un sismo incalculable, una repentina anomalía o un nimio desatino impredecible en el algún bucólico sosiego de los días, y en las parcas verdades de la historia no caben en la punta ubicua e inasible de un instante, de un momento aciago –como concede intocable y pulcro en su arenga sudorosa la iletrada investidura del poder–, pero al cabo imponderable y que habrá de superarse con no se sabe qué resignación ajena a la justicia. Los crímenes de Estado, de la barbarie y la estulticia que son aquí y en todo el mundo, en el alma de los vivos que lúcidos insisten en la vida, no prescriben, no clausuran su presencia. Cuán oscura e incurable pequeñez hay en reducir entonces a un instante ante los padres la ausencia de sus hijos. Y cuán siniestro es su cinismo en el poder.

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