domingo, 1 de marzo de 2015

José Emilio Pacheco hablaba
del Murciélago Velásquez
Leonel Alvarado
José Emilio acababa de cumplir un año cuando
el Murciélago Velásquez se quitó la máscara.
Hay que decir que el Murciélago fue el primer
luchador mexicano que usó máscara y el primero
que la perdió en un máscara contra cabellera.
DF, 14 de julio de 1940.
Despojado de la máscara, el gran maestro
del llaveo y el contrallaveo se refugió en otro misterio:
antes de cada pelea invocaba a Zaratustra. Ese fue
el Murciélago que a principios de los años cincuenta
cautivó al pequeño José Emilio y lo llevó del Ring a la filosofía.
En las letales patadas a la Filomena estaba Zoroastro,
en las impredecibles voladoras y, sobre todo,
en La Noria, la llave que inmortalizó al Murciélago
y que lo hacía girar sobre el contrincante
hasta agotarlo o hasta que el referee paraba la pelea.
El niño no entendía aquellas invocaciones del Murciélago.
Tampoco aprendió ninguna de sus llaves pero sí, admite
José Emilio, la curiosidad por la filosofía; que Nietzsche
se apareciera, desenmascarado, en la Arena México
era tan natural, como esa costumbre que tenía
el niño sabio de atribuirle al otro su sabiduría.
Fue a principios del ‘94, en el Juan Ramón Jiménez Hall de la Universidad de Maryland. En un seminario sobre narrativa latinoamericana hablábamos de Jacob Van Oppen, el hombre más fuerte del mundo, según el cuento de Onetti. En una de esas asociaciones impredecibles, tan suyas, José Emilio mencionó que cuando era niño miraba la lucha libre, especialmente las peleas del MurciélagoVelásquez, quien siempre citaba a Zaratustra al entrar al Ring. Para José Emilio no había nada raro en esto de ligar la lucha libre a la filosofía, Chespirito a Shakespeare, Agustín Lara a la poesía amorosa griega, en esos juegos propios de Borges, Lezama, Arreola o Monsiváis. José Emilio decía estas cosas con la seriedad que ponen los niños al jugar, como dice Nietzsche. Además, decir que a un luchador le debía su interés por la filosofía era un ejemplo más de esa generosidad que lo llevaba a ver en los otros su sabiduría, pues José Emilio tenía esa virtud de los grandes maestros de hacer que, en su presencia, el otro se sintiera un poco sabio.

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