jueves, 25 de junio de 2015


Felipe Garrido
Juan
Me puse de pie, fui festivo, abrí los brazos, exclamé en voz más alta de lo que hacía falta: ¡Pasa, Juan, no te quedes allí! Pero Juan, mi amigo Juan, mi muy querido amigo Juan, no dio un paso.
Juan era pintor. Tomaba su carcacha al amanecer y se iba al Ajusco, todos los días. El volcán era su tema único, su obsesión. De vez en cuando vendía algún cuadro. En esos días la vida se le había puesto difícil. Su mujer había perdido el trabajo. Tenían dos hijas, en prepa o en secundaria. Además de pintar, Juan traducía. Le conseguí una chamba en la revista; quincenas seguras.
Juan puso sobre mi escritorio lo que traía en las manos: los papeles y los libros que yo le había dado hora y media antes: unas fotocopias, un bloc de papel rayado, tres o cuatro diccionarios.
–No puedo –me dijo–; me ahogo. No quiero. Me falta el aire, el olor de los pinos, la montaña. Te lo agradezco, pero prefiero morirme de hambre.
Lo vi dar media vuelta. No tuve nada que decirle.

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